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Una pareja rusa refugiada en Segovia
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Una pareja rusa refugiada en Segovia
«No podías ir a la policía y decir que habías sido atacado por ser gay»Aleksei y Slava han sido testigos de cómo la propaganda de Putin ha germinado a fuego lento y ha transformado Rusia en un lugar donde ellos ya no cabían. Sería sencillo decir que son dos gays huyendo de un país que ha llevado la homofobia a su legislación, pero la discrepancia va más allá. «Es la idea de la gran Rusia, que somos patriotas, tenemos una gran historia, tenemos razón y el resto se equivoca. Como los nazis. Parece estúpido, pero poco a poco la gente se lo ha creído; no todos, pero sí muchos». Atacar al colectivo LGTBI fue un arma más para contraponer las virtudes patrias con los defectos de occidente. «Fuimos un instrumento de propaganda. Decían que en Europa un hombre se casaba con un perro o con una cabra. ¿Queréis que pase lo mismo aquí? Ya no podíamos vivir allí». Tras más de un año en España, aún les cuesta acostumbrarse a vivir sin miedo, a hablar de cualquier tema. Pero van felices de la mano por Segovia, su hogar adoptivo.
Es la primera vez que la pareja cuenta su historia desde su entrevista con la policía para solicitar asilo. Y la tradición patria obliga a la dureza, a ocultar sentimientos. Slava, de 41 años, pasó una infancia reprimida en los últimos coletazos de la URSS, ocultando que le atraían los hombres. «Estaba aterrado. Sentía que era una mala persona, un pervertido. Trataba de ser normal, buscarme una novia». No lo consiguió y aprovechó una etapa de cierta liberación a principios del siglo XXI –con bares, discotecas o saunas del colectivo LGTBI– para conocer a otros como él y aceptarse a sí mismo. «Que no había nada mal en mí». Trabajaba en un videoclub, una vida estable que le llevó a salir del armario con su familia. Su hermano mayor se plantó en su habitación, le pegó un puñetazo en la cara y estuvo diez años sin hablarle. Siguió viviendo con sus padres «como si no pasara nada» y el tema quedó como un tabú.
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Aleksei, pianista y director de coro, no dudó nunca de lo legítimo de su identidad sexual. «Veíamos lesbianas por la calle y yo lo celebraba». En su adolescencia quería hacerse un percing, pero su padrastro le avisó: «Te lo arranco y también lo oreja, es una cosa de maricones». Cuando le dijo a su madre que era gay, aquel hombre abandonó la familia y ella consintió a su hijo con la condición de que no mintiera y no se acostara con hombres. «Así que empecé a mentir a mi madre». Y suelta una carcajada. «Ahora parece divertido, pero fueron años trágicos».
Ambos acudieron a una manifestación en favor del orgullo gay en 2012 con apenas 40 personas en Moscú –una ciudad con 12,7 millones de habitantes–, un año en el que llegó a la legislación la prohibición de comunicar la homosexualidad a los hijos. Cuando se conocieron, en 2020, el ambiente prebélico era claro, un país afilando sus armas ideológicas. Por eso se conocieron por la aplicación de citas Tinder. «Era peligroso conocer gente en lugares públicos». Fue un accidente, pues Slava le dio un 'super like' –una invitación directa– sin querer, y al principio no le gustaba. Y tardó una semana en contestar su primer mensaje. A las dos semanas ya estaban viviendo juntos en el piso de Aleksei y adoptaron un gato.
Y vieron desde Moscú la invasión de Ucrania. «Al principio no podíamos creerlo. Las empresas empezaron a irse de Rusia, la economía caía y solo hablaban de la idea de gran Rusia, de Europa, de EE UU. Y en la televisión salían gays malos que mataban a niños». Aquello caló, porque llegaron asesinatos al colectivo. Uno de ellos les marcó porque ocurrió en el centro de Moscú y porque quedó impune. Aquel verano sufrieron sus primeros ataques en una playa gay desde la época de la URSS, junto al río, a las afueras de Moscú. «Está realmente lejos de la civilización. Pero encontramos a muchos policías a caballo que estaban buscando gays y te podían arrestar por cualquier cosa. Y de repente llegó un borracho y dijo: '¡Son maricas!'» Lo cuenta Alksei, que arrastró a Slava, combatiente, fuera de allí.
Poco después, en otra playa alejada, se comportaron como amigos. «No nos dábamos la mano». Aleksei llevaba un bañador blanco y cuando se agachó, escuchó: «¿Por qué me enseñas tu culo, maricón?» Aquel bañista cogió una piedra y les obligó a irse. «No podías ir a la policía y decir que habías sido atacado por ser gay. Lo menos malo que te podía pasar era que se rieran de ti. Pero pueden hacerte cosas bastante peores». Dos amigas lesbianas –huyeron medio año antes que ellos y encontraron refugio en Asturias– recibieron una gran paliza con fracturas en la nariz o en las costillas. Una suma de factores que les llevó a emigrar: «Ya no había nada por lo que esperar, todo iba a peor. Al principio lo peor que te podía pasar por ser gay era una multa, pero ya podías ir a la cárcel».
Se marcharon en diciembre de 2022 rumbo a Armenia, un país para el que no necesitaban visado, pero los salarios eran tan bajos que no podían pagar el alquiler, el nivel de homofobia era «realmente alto» y la presión de la KGB –el servicio secreto ruso– era alta. «Hemos cambiado de país y de vida, pero no hemos cambiado nada». Así que siguieron a sus amigas y buscaron refugio en España en junio de 2023. Están agradecidos a Cruz Roja por la vida que han encontrado en Segovia, por el piso que comparten, por las 12 horas semanales de español: Aleksei progresa notablemente, traduce a su novio y se apoya en el inglés. «Nos sentimos protegidos».
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Eligieron el país por ser un refugio democrático y un lugar donde expresar su identidad sexual, como Países Bajos, otro lugar que admiran. No suelen preguntarles por su pasado, pero no lo ocultan. «Decimos la verdad. Que estamos en contra de Putin, de la guerra y del Gobierno ruso, que no es un gobierno real, es ilegal, se ha hecho con el poder. Que somos gays y estamos en contra de la homofobia. Y podemos decir estas cosas aquí sin tener miedo a la policía. Nos ha llevado más de medio año entender que podemos hablar libremente».
La pareja, que planea casarse, comparte en realidad más con Ucrania que con sus compatriotas, abducidos por tanta propaganda. «Todos los ucranianos entienden por qué estamos aquí, ni preguntan. Te transmiten que estamos juntos en esto y que esperan que las cosas acaben bien». ¿Piden perdón por ser rusos? «No hace falta, se sobreentiende». Se miran y comparten carcajada. La vergüenza nacional vale un chiste, bien lo sabe España. Esos tragos horribles de los que ahora reírse.
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