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Paula hernández Alejandro
Jueves, 22 de noviembre 2018, 12:18
La rutina ciudadana, hecha de costumbrismo interiorizado, saltó por los aires. «¡Fuego!», gritó alguien. En la Normal de Maestras, o Colegio de la Magdalena, sí, en la plaza de fray Luis de León. Las vecinas se alarmaron. Una columna de humo. Otra más. Las campanas de la Clerecía y de varias parroquias, así como de la Universidad, avisaron de la tragedia cuando se desperezaba la mañana, sin cumplirse las diez. Aquel día, 22 de noviembre de 1928, jueves, había amanecido frío de luz. Se preveía una jornada tranquila: mercado semanal de ganado en el arrabal del Puente, zarzuela en el Liceo – 'La revoltosa' y 'Las corsarias' –, juicios orales en la Audiencia, paseos a la media tarde, notas de sociedad… La actualidad quedó reducida, en la memoria, a pavesas. Y los periódicos nacionales –como 'El Sol', 'El Imparcial', 'ABC', 'El Liberal', 'La libertad', 'La Opinión de Madrid', además de la revista 'Mundo Gráfico'– y locales informaron largamente del suceso, del que se cumple hoy el 90 aniversario.
«Las llamas destruyen el edifico de la Normal de maestras», tituló 'El Adelanto' en portada, aunque la información proseguía en la segunda página. «Todo el edificio estaba envuelto en llamas. El tejado era una completa hoguera, y comenzaban a funcionar las primeras bombas y tanques», escribía como primera imagen. «El aspecto que ofrecía era horroroso. No podía hacerse más que arrojar agua desde la calle, ya que era imposible subir a los balcones, y menos al tejado del edificio», continuaba. El trabajo de los bomberos, a pesar de la carencia de medios, recibía la ayuda de soldados del Regimiento de la Victoria –inicialmente, acudieron 40 individuos y, posteriormente, una compañía– y de voluntarios. Además, otros militares, integrantes de la Guardia Civil, de Seguridad y de la Policía Municipal «acordonaban el edificio», pues un «inmenso gentío» observaba las operaciones en la plaza de la Magdalena y en la plazuela de San Bartolomé. El anónimo redactor refería que «se han registrado actos de tal valor, y por tantas personas», que se veía «en la imposibilidad» de hacer la relación o el recuento. Destacaba, no obstante, a un colectivo: «la clase estudiantil», que –con gran arrojo– «acudió desde los primeros instantes, entrando en el edificio y cooperando de manera eficacísima a la salvación de los pocos muebles y enseres que pudieron librarse de las llamas». El Rector de la Universidad, Esperabé de Arteaga, había comunicado el suceso a los centros docentes, y se presentaron «todos los escolares que a aquellas horas se encontraban en sus clases».
¿Cómo ocurrió? Alumnas y profesoras se hallaban en las aulas. En la clase de francés, a cargo de Fernando Felipe, se observó que «del techo salía alguna cantidad de humo». Avisado el conserje, éste descubrió «una espesa columna», que procedía del desván. Se dirigió al altillo o trastero. Al franquear la puerta, contempló «aterrado» que se trataba de «una inmensa hoguera». De inmediato se comunicó a «todas las clases» cuanto ocurría en el inmueble. Eso dio lugar, inicialmente, a que el pánico «se apoderase de las alumnas», que intentaban salir, atropelladamente, de las aulas. Sin embargo, las profesoras «impusieron su autoridad» y las estudiantes abandonaron las clases «ordenadamente, sin que hubiera, por fortuna, que lamentar desgracia de ninguna clase».
Para salvar el archivo de la Normal –con importante documentación– de las llamas, los bomberos quebraron «la reja de una ventana» orientada hacia la plaza de San Bartolomé. Penetraron «por ella algunos hombres, que comenzaron a sacar con gran rapidez» los documentos depositados en la sala. También se recuperaron libros de matrículas y actas. Los hundimientos de las cubiertas, que cayeron hacia el interior del inmueble y traspasaron «los pisos de la planta baja» –se perdió el gabinete de física y «valiosísimos aparatos»–, se produjeron alrededor de las once de la mañana. El derrumbe de los techos dificultó más los trabajos de los bomberos. No obstante, se resalta, contaron con el apoyo de «grupos de estudiantes», que se alternaron «en el manejo de las bombas».
En la extinción del fuego, los esforzados bomberos municipales, en primera línea, contaron con la colaboración de los procedentes de «Obras Públicas, de los señores Hijos de Mirat y de la Estación de Ferrocarril». Se abastecían de agua en «la fábrica de luz de Bernardo Olivera». En cuanto al tanque municipal y a las bombas, «fueron colocados en las plazuelas de la Magdalena y San Bartolomé». El arquitecto del Ayuntamiento, Ricardo Pérez Fernández, dirigió tales operaciones. Y apareció la solidaridad en la lucha contra el fuego devastador: ahí estuvieron policías municipales y guardias civiles, militares y paisanos, alumnos y profesores, portero y conserje de la Normal, obreros de una fábrica cercana... Todos, se insiste, «se dedicaron a salvar algunos muebles y enseres de la parte baja del edificio».
El fuego fue controlado «a la una de la tarde». Tres personas (dos bomberos y un obrero del Ayuntamiento salmantino) resultaron heridos. La documentación recuperada era trasladada a la Secretaría General de la Universidad. Y en aquellas horas ya se avanzaba la causa del voraz incendio: «la chimenea de la estufa de la calefacción, que estaba instalada en la clase de francés». Tal vez, se suponía, prendió «en el maderamen del desván», de manera lenta pero continua. No se evaluaban rápidamente, como ahora, el volumen de las pérdidas. Y no se descartaba, con la confusión, el pillaje a los bienes de la portera de la Normal. «A las 9 de la noche, el fuego se hallaba dominado», si bien «todavía pequeños focos obligaban a no dejar el trabajo». En el solar de la Normal –la sede del centro se ubicó, de manera eventual, en la Escuela de Nobles y Bellas Artes de San Eloy y, después, en la Hospedería de Anaya– se construyó, en los años cuarenta del pasado siglo, un Colegio Mayor.
La formación del Magisterio primario se regulaba, en aquellos años de la Dictadura de Primo de Rivera, por el Plan de 1914. Los maestros de escuela, en su mayoría procedentes de la clase media y baja, tanto de la zona urbana como de la rural –esos estudios eran «una fórmula de ascenso social para las clases más desfavorecidas», apunta Teresa González, catedrática en la facultad de Educación de la Universidad de La Laguna–, no pasaban por una buena situación. Entre los mayores problemas se hallaban la insuficiente capacitación académica, el leve reconocimiento social y la escasa retribución salarial (variable, pues también existían clases o categorías, aunque todos tenían derecho a una casa-habitación). Y sufrían otros males, como las deficientes instalaciones de los centros, a veces insalubres, y el precario material pedagógico disponible en el aula. Se necesitaba una reforma educativa, donde se incluyera la mejor formación del profesorado (de capital importancia), pero los dirigentes políticos mostraban un inapreciable interés por el sistema (educativo) primario. La carrera constaba de cuatro cursos, y se impartían una treintena de disciplinas. Mucha Religión-Historia Sagrada-Moral, Geografía e Historia. Una atención intermedia a la Gramática castellana y la Pedagogía. Nociones de Física, Química y Álgebra, con Rudimentos de Derecho y Legislación Escolar. Como lengua extranjera, el francés. Además, Caligrafía, Fisiología e Higiene, Teoría y práctica de la lectura... Las mujeres cursaban algunas asignaturas específicas, como Costura (en primero), Bordados y corte (segundo), Corte y labores (tercero) y Economía doméstica (cuarto). Las prácticas se realizaban en los dos cursos finales.
El Plan de estudios de las Escuelas Normales de finales de agosto de 1914, vigente hasta 1931, establecía un punto y aparte –un cambio, un salto– en la formación de los maestros, pues estructuraba la carrera. Francisco Bergamín García, catedrático y ministro de Instrucción Pública, «mediante dos decretos, reformó al mismo tiempo» aquellos centros y la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio, algo que «marca el ordenamiento institucional de la cuestión hasta la época republicana», señala Agustín Escolano en su trabajo 'Las Escuelas Normales, siglo y medio de perspectiva histórica'. Se quería que «los conocimientos teóricos», imprescindibles para el ejercicio de la docencia, estuviesen acompañados por «la adecuada formación profesional» que los capacitase para «saber enseñar» y «saber educar», se indica en la exposición. Escolano Benito, catedrático de las universidades de Salamanca y Valladolid (donde se jubiló), asevera también que la reforma revelaba «una clara tendencia enciclopedista y culturalista, en detrimento de los aspectos profesionales». Para el profesor Juan Francisco Cerezo («Componentes ideológicos de la formación de maestros en Castilla y León. 1900-1936»), la preparación de los enseñantes, en las tres primeras décadas del XX, «está marcada por la impronta confesional, impregnando de connotaciones religiosas todos los restantes aspectos educativos, en detrimento de los componentes pedagógico-profesionales».
En 1928, ya no regía lo de 'pasar más hambre que un maestro de escuela', pues el salario anual había sido incrementado. No daba para hacer milagros, es cierto, pero tampoco condenaba a la miseria. Además, aumentaba la consideración social del docente. En cuanto a la pedagogía práctica, el principio de autoridad del educador y la disciplina del alumno eran incontestables. Los castigos tenían asiento en el aula: brazos en cruz con pesados libros en las manos (de cara a la pared) y palmetazos con la regla de madera en las palmas no resultaban infrecuentes.
Un excelente perfil ofrece Leoncio Vega Gil, catedrático de la Universidad de Salamanca (facultad de Educación), sobre el ejercicio de la enseñanza «en la España contemporánea», sin adscripciones localistas: «siempre fue una labor casi vocacional y llena de satisfacciones morales y algunas sociales y políticas, pero muy pocas materiales y familiares. Pero si, además, esa docencia se ejercía en la enseñanza primaria la penuria y calamidades se multiplicaban. Y si ese ejercicio se practicaba en el marco rural el aislamiento, abandono, miseria y conciencia quijotesca se acentuaba todavía más». A ese mundo educativo se asomaban aquellas jóvenes salmantinas que, con mayor o menor sensibilidad y compromiso, rechazaban la descalificadora profesión de «sus labores».
Al día siguiente la ciudadanía («numeroso público»), estremecida por la tragedia, acudió a la plaza de la Magdalena «para contemplar el lamentable estado» del edificio, informa la prensa local. Escombros, cenizas. Desolación. Salamanca se observaba herida: eran las negras quemaduras de la adversidad. Tenía asunto de qué hablar. Nadie les preguntó, sin embargo, a las alumnas. Para saber cómo habían vivido «la vicisitud», o si ya había pasado el susto. El gran Gombau (Vicente), que abría su estudio de fotografía en la calle Prior, dejó constancia del suceso en las páginas de «Mundo Gráfico», revista madrileña. También escribía la historia. A fogonazos.
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