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Camino del trabajo me encuentro cada semana con una mujer de pelo cano, que emerge entre los cubos de basura. Con movimientos precisos, alarga el brazo hasta el fondo en el contenedor verde. Revisa botella a botella, y con los culines va rellenando otra que ... guarda en una bolsa de plástico. Hace mucho que superó el umbral del escrúpulo. Su reciclado sistemático es implacable, necesario, obligatorio, vital para ella. Da igual que sea verano o que amanezca con cencella. Esta mujer mayor, anciana si esa palabra aún describe una edad meritoria, tiene cada día una única misión, alimentar su alcoholismo. No está sola en su misión, desde luego, hay más ansiedad mañanera calmada a trompicones. Aunque hay que reconocer que su estómago es excepcional, ya que le ha permitido llegar a la vejez, con un hábito salvaje y extremadamente solitario. Porque el camino de la adicción, antes o después, lo tienes que caminar solo, muy solo.
Es raro, porque al principio no lo parece. Yo también fui joven, y por entonces me hubiera gustado beber como Bogart en el Café de Rick y como Keith Carradine en Choose me. Solo whisky, nada de combinados horteras. Reteniendo el trago entre los dientes y engulléndolo como el aire. Y luego, permanecer en silencio con mirada inteligente. Pero mi hígado me avisó pronto y con un par de «piedras» de whisky (no sé si es un término segoviano, un chupito con hielos) acabé en urgencias. Se tarda en aceptar lo que una es y la timidez busca algo que hacer con las manos, y se encuentra un cigarrillo, un vaso y demás desinhibidores, en presentaciones de lo más diversas. Quizás no tan elegantes como la clásica barra de bar con espejo, que enciende el brillo de las botellas y sus promesas de colores. Pero sea calimocho o el licor más exquisito, lo que entiende el estómago es de medidas de alcohol.
Dicen que empezamos a beber hace diez millones de años, así que todo está escrito, aunque cada cual tenga que rellenar su libro. El rito de iniciación ya no es ir a cazar antílopes, ni búfalos. Ahora está chupado, creces a golpe de botellón. Ser un borracho es despectivo, pero coger una cogorza o estar 'pedo' da risa. No es raro que se presuma de ello: es «uno de los nuestros». No sabemos si bebemos de más por agradar al de al lado o porque no nos gustamos a nosotros mismos. Aturdidos no hablamos mejor, pero ya no nos damos cuenta. Hay algo de prueba de confianza, como cuando te dejas caer hacia atrás esperando que te recoja otro, aunque no sepas si estará en condiciones de sujetarte. Pasan por el aro los chavales, pero también los adultos. La resistencia al alcohol es una ventaja no pequeña en ámbitos de poder. Algunos no se fían del que no bebe, «que algo guarda». Una buena tolerancia te permite mentir a fondo, desde luego, sobre todo si el interlocutor te ha seguido el ritmo de rondas. Más allá están los que rebasaron el motivo, y ya solo beben porque sí, solo beber, como a mi compañera matutina. Beber hasta perder el control, como aquella canción de Urquijo, que, como Antonio Vega, era un genio pese a sus adicciones, no por ellas. Estúpida poética de la destrucción.
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Hoy otra vez es lunes, vivir no es fácil y cada uno hace lo que puede. No hablo de tomar un vino o una cerveza, que quede claro. Pero hay algo extraño en el valor social de beber. Las explicaciones a las que te obliga no hacerlo. La sutil exclusión que supone no beber, nada sutil cuando eres muy joven. Las risas ante la temeridad. Sorprende que algunos sientan que se tambalea su libertad si se rebaja el límite en la prueba de alcoholemia. Ellos controlan, por lo visto, siempre. Pero otros no, basta leer la sección de sucesos, una pequeñísima muestra de las personas que cada día circulan con sus facultades y reflejos mermados por su decisión libre de ingerir lo que sea. Gente que no controla su vehículo, ni sus actos. Nadie firma esa ruleta rusa para sí mismo y menos aún puede hacerlo si arrastra a los demás.
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