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Cantaba Kiko Veneno hace unos días en la Plaza Mayor que no es verdad que se muera una vez, que se muere muchas veces, como tampoco hay un septiembre, ni un verano, ni una razón, ni un solo tipo de familia, ni un nada. Decimos ... palabras como la vela que alumbra en la oscuridad, para hacernos una pequeña idea. Por ejemplo, en mi barrio, no empieza el día una vez, sino muchas. Si sales a pasear al perro a las siete, el Paseo de Zorrilla retumba de manera muy diferente a las siete y media, y no digamos si ya marcan las ocho menos diez. A las siete, en el parque mudo, hoy también está un hombre sentado en un banco cercano a los columpios vacíos, arropado por la sombra del seto. No es joven y no es de fuera, no es un ejecutivo ni un harapiento; es un señor cualquiera, de los que van andando a la oficina o al taller a trabajar. Tiene una bolsa de plástico con algo que podría ser el almuerzo, un bocadillo de jamón y una botella de agua. Parece esperar a que llegue un compañero, pero no. Ahí se queda, casi una hora, mirando al suelo por debajo de las lentes. Si vas a partir de las ocho, la hora de los niños madrugadores, el señor ya no está. El banco no informa nada al respecto, su tarea es permanecer siempre abierto, tanto da que lo visite un camello o un concejal.
En los bancos de mi barrio se sienta sobre todo gente mayor, porque está cansada, y gente joven, porque todavía no tiene prisa. En un banco cualquiera una adolescente perfecta y luminosa espera, y seguirá esperando media hora después, mirando sin parar el móvil, en busca de un mensaje que no llega. Un poco más allá, una mujer mayor se seca las lágrimas «por cosas que no puedes evitar que vengan a la cabeza, pero no pasa nada, nada…».
Los vecinos hemos tenido suerte, y en unos metros de acera que la ciudad ha ganado a un constructor el ayuntamiento ha puesto siete bancos bastante cómodos, de láminas de madera y con respaldo. No es mal sitio, porque pasa mucho personal camino del supermercado. Hay una zona más acogedora y sombreada casi al lado, pero los bancos allí están engullidos por los alcorques de cemento que rodean los árboles, y por una terraza sempiterna y desordenada. La lucha entre bancos y terrazas es silenciosa, pero intensa, y casi siempre ganan las segundas, porque todo es espacio público, pero para unos menos que para otras. Qué más decir cuando hace apenas cuatro días permitimos, resignados, que se amonestara a los que se sentaban en los bancos y escaleras, mientras se otorgaba patente de corso a los que pagaban una caña para sentarse y respirar sin mascarilla.
Sentarse en un banco parece cosa de pobres y débiles. Gentes sin sueldo, o gentes con achaques. Los activos vamos de un lado para otro, sin hacer pie, pensando en importantes asuntos, tan importantes, que si no los apuntamos en la lista se nos olvidan a los diez minutos. Un tipo que come apresurado un pincho de tortilla es un hombre ocupado, y, si está en un banco con lata de cerveza y un trozo de empanada, un colgado. Pero los bancos –los de sentarse– son hospitalarios y no hacen distingos. El solitario que los ocupa puede ser un príncipe o un mendigo, un chalado o un asceta que recorre el mundo en busca de la sabiduría. Cabe la posibilidad de que sea todo ello a la vez: eso explicaría que el último desarrapado que pasó por el banco de abajo arrullara nuestra siesta tarareando el Bolero de Ravel.
Las gentes de bien, la afanosa y estresada población activa, solo paramos en un banco si se nos desatan los cordones. Las cosas que son gratis nos dan urticaria, no vaya a parecer que también a nosotros nos falta el aire o, todavía peor, que no tenemos un euro en el bolsillo. Sentada, sin hacer nada, sin esperar a nadie, abandonas ese papel tan respetable que interpretas cada día y te muestras tan desprotegida y desarmada como cualquiera. Muchos hasta que no tuvimos un hijo no encontramos una excusa para sentarnos al fresco, a cero euros la hora. Y qué bien se está.
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