He leído el texto de Antonio Giraldo sobre la Estación de Autobuses del otro día y a mí, también, me ha venido un tortazo de melancolía. La melancolía de los largos viajes, las paradas en la paramera que en los días de nieve nos hacía ... soñar con la Rusia que fue. O con Nebraska. O con cualquier escena de 'Fargo'. Yo, al autobús, no le puedo cantar una canción lírica, acaso porque el bus siempre ha sido la incomodidad, el no reclinarse, y el sol sin protección que nos quemaba la cara. Pero sí, en esta tierra nuestra hay estaciones enormes y con esa aluminosis que quizá no resida más que en el alma del viajero, que lleva, pese a todo, sus cascos en USB y se va evadiendo de esos urinarios donde el sentido común aconseja no entrar más que por una urgencia de las malas.

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Las estaciones de autobuses son una metáfora de la España que fue. Los quintos que se iban, las lágrimas pegadas a la ventana y la cortinilla del bus que se cerraba con las últimas casas del pueblo. Hoy, y por evocación de Antonio Giraldo, he recordado los cafés peleones de las estaciones mesetarias; el calor o el frío, y un puesto de frutas de cuando eso del veganismo ni se contemplaba.

No son aeropuertos ni lo quieren ser; las baldosas, si se fija bien la mirada, andan gastadas de tanto trasiego. De ese tránsito que, en último término, es la vida en pleno. Hay que pensar en las estaciones de autocares con la nostalgia justa, porque la gasolina envejece, contamina, y le quita relato a esto del viajar. A Pla se ve que le gustaban. Y por eso merecen este humilde homenaje del nieto de un ferroviario que sí, que pierde el oremus por las vías vivas y las vías muertas.

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