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¿Se acuerdan de los explosivos que puso el servicio secreto israelí en beepers de Hezbolá? Mataron a varios jefes y causaron muchos heridos. Si pueden hackear de ese modo dispositivos electrónicos, imagínense lo que cabe meter en nuestros móviles: virus espías para escuchar conversaciones, ... copiar mensajes, introducir interferencias y robar datos sensibles, contraseñas bancarias y hasta fotos de amantes (en su caso).
Deberíamos percibir nuestro teléfono como una bomba de relojería, no sólo por estos riesgos, sino sobre todo porque registra todas las insensateces que decimos y hacemos sin darnos cuenta, los mensajes compulsivos, imágenes variadas, secretos inconfesables (enviados a las redes) y 'likes' a comentarios diversos, muchos inconvenientes. Quien acceda a esa información sabrá más de nuestra vida que nosotros mismos.
También tendrá el poder de meternos en terribles problemas. Cada vez más procesos penales avanzan y se resuelven con la prueba del Whatsapp. No me recrearé en el caso que afecta al Fiscal General del Estado, o los relativos a la familia del Presidente Pedro Sánchez. Son tantos los personajes públicos imputados con pruebas de conversaciones por este medio que aun sorprende saber que hay quien sigue escribiendo o diciendo lo que no debe.
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Hablamos y mensajeamos como si no hubiera un mañana judicial. Algunos divorciados se insultan y/o amenazan pulsando con sus dedos el teclado; los corruptos se comunican y registran las respuestas para coaccionar y salvar su pellejo en el futuro; los grupos del trabajo o del colegio se convierten a veces en espacios delictuales intensivos. Si nadie pone freno a esto avisando de las consecuencias, pronto los juzgados se atascarán.
El pez muere por la boca, al desinhibido se le condena por el teléfono. Tan importante es lo telefónico, que el Gobierno ha decidido poner a su hombre en Telefónica. No es que el de antes fuera malo –un buen ejecutivo, maratoniano y responsable–, pero cien años después de la fundación de esa empresa, se han dado cuenta de que tiene acceso a mucha información (y también publicidad en medios de comunicación). No es extraño que apetezca controlarla.
Ustedes no pierdan el control. Sin entrar en paranoia, piensen bien una, dos y tres veces cada texto importante enviado por teléfono (o por correo electrónico). Si tienen dudas, consulten a un amigo o amiga abogada, cúrense en salud, no se arriesguen. No digan nada de lo que se puedan arrepentir, que hay quien graba las conversaciones. El delito de revelación de secretos no parece parapeto suficiente.
La ristra de famosos pillados soltando barbaridades teléfono en ristre no para de crecer. También los damnificados por sus comentarios antiguos en redes sociales. El siglo pasado soltábamos exabruptos en la barra del bar del pueblo o del barrio y no tenían apenas consecuencias. Hoy el linchamiento es seguro y permanente en el tiempo. No hay prescripción ni caducidad. El derecho al olvido es complejo de realizar.
¿Y qué hacemos? ¿Nos desconectamos? Tenemos un vicio irrefrenable, somos adictos al celular (así lo llaman en Iberoamérica). Ya es tarde para volver a las palomas mensajeras, uno de los pocos medios clásicos y seguros de comunicación. El encriptado no resiste a la computación cuántica y hasta hablando en clave pueden traducir nuestras intenciones. Entonces, ¿cómo hacer la catarsis?
La alternativa final no es volver al bar, aunque también sea considerado uno de los espacios de la libertad. Mejor aún optar por las bibliotecas y los parques, dejar el teléfono lejos y hablar con buena gente en confianza. Dar un paseo por el campo lejos de micrófonos y decir lo que de verdad pensamos, sin el condicionamiento tecnológico. Tomar decisiones con la mente, no con el terminal. Y siempre, siempre, siempre, tratar a los demás con respeto. Escuchar cada opinión y no reaccionar al primer impulso contra cualquiera, porque al final todo se sabe y –ya lo decía Marx (Groucho)– es mejor guardar silencio y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente.
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