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En toda manifestación palpita también un auto de fe, una procesión, una performance, una quedada, una peregrinación, un happening, un montaje teatral, un tránsito, una ... revolución, una caravana circense, una parada militar, una romería, un tumulto, una marcha, un desfile, un motín.
De lejos, y al margen de su poder de convocatoria, casi todas ellas parecen criaturas colosales, atrayentes; dotadas de una vida puntual, enérgica y fugazmente instintiva. Suelen ajustar su existencia a una sola intención que acaso pretenda intimidar, o despertar a alguien. Aunque todos sabemos que a pie de calle sus células tienen nombre, vida y voluntad propias. No son sino un conjunto variopinto de criaturas más o menos comprometidas con esa causa que asoma en sus pancartas y que es posible distinguir también a través de sus consignas.
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Desde que disfrutamos de la libertad para celebrarlas –un derecho caro y frágil que ha dejado de valorarse y protegerse como es debido–, puede que las manifestaciones no sean del todo vinculantes; que parte del gentío sumado a una de ellas esté alimentándola sin compromisos notables, con cierta desgana, sin la intensidad que se respiraba hace años. Es fácil observar a los individuos que participan en una manifestación desde su interior mientras callejea y es contemplada por los curiosos. Podemos hacerlo, incluso, con cierto disimulo, como si fuéramos naturalistas inmersos en la niebla de nuestro valle, y distinguir de inmediato a los intrusos –resueltos a zambullirse en ella solo unos minutos para fisgonear un rato– de todos esos activistas y militantes comprometidos más allá de una simpatía con la causa, que muestran de principio a fin el trabajo previo y dedicado en la elaboración de carteles, vestuarios y divisas. Incluso podremos identificar sin dificultad a cuantos pragmáticos ajenos al grupo y su propósito son capaces de adentrarse en las entrañas de una marcha, con desparpajo casi sacrílego, y aprovechar su recorrido por calles céntricas para abandonarla en cuanto lleguen a la altura de sus bares favoritos.
Sin embargo, una manifestación también es una palabra, un gesto, un zarandeo, un recordatorio, una advertencia; el asterisco en rojo que dibujamos al margen de la agenda en el día de un vencimiento. Las manifestaciones forman parte de la calificación que merece una sociedad. Su calendario es un listado de tareas pendientes. En apenas diez días, mis paisanos han salido a la calle hasta en tres ocasiones con pancartas en la mano y silbatos en la boca, entre bufandas violetas y globos verdes. Lo han hecho en defensa de los principios básicos de igualdad que aún se quebrantan en no pocos pliegues y recovecos de nuestra vida cotidiana, donde aún proliferan las diferencias intolerables entre géneros. También, en defensa de una sanidad y una educación públicas que hoy apenas subsisten víctimas de la traición política motivada por el oportunismo mercantil o por la desidia, según el caso.
Y aunque pueda aceptarse cierta complacencia que nos congratula al ver a la gente dejándose llevar por su propia riada despaciosa entre las calles de Valladolid, manifestándose libre y pacíficamente —sobre todo porque hace unas décadas era imposible, impensable y temerario pretenderlo—, los motivos que las convocan ya pasan de la educada decepción hasta llegar al bochorno. Hoy es el día en que aún nos manifestamos por derechos básicos e innegociables que nuestra sociedad debería garantizar y mantener en niveles de excelencia. Avergüenza tanto la necesidad de una manifestación por la igualdad de género, o por la defensa de la sanidad y de la enseñanza públicas, como lo haría hoy mismo una marcha por el fin de las galeras con grilletes en la Armada Invencible.
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