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Me fascina la interpretación de Laurence Olivier en aquella película de Joseph Leo Mankiewicz titulada 'La huella' –adaptación del soberbio texto teatral de Anthony Shaffer–, que un actor de mirada displicente y fino bigote de entreguerras como Sir Laurence sostuvo en la pantalla junto a ... un fresco y bendecido Michael Caine hasta el último diorama de la historia. Y aunque puede que el trabajo de Olivier encarnando a un altivo y juguetón autor de novelas detectivescas resultara tan convincente solo porque él y nadie más podía hacerlo con semejante maestría actoral –la misma que mantuvo inmortales durante su guardia a personajes como Enrique V, Ricardo III o el príncipe de Dinamarca–, tampoco debiéramos ignorar que la gracia y el peso en los diálogos de un papel tan sofisticado como el de Andrew Wyke, aquel clasista urdidor de crímenes perfectos zarandeado por los efectos de un agudo ataque de cuernos, reside en su indisimulada condescendencia; un hábito defensivo, o un arma difícil de manejar, según de mire, que en ocasiones se planta frente a nosotros, como un escudo, y en otras acecha con el ánimo de darnos caza.
La condescendencia del señor Wyke en la obra era venatoria. Ni sutil, ni comedida. Debía advertirse en cuanto apareciese en escena para acicalar esa superioridad intelectual que habría de derrotar al peluquero Tindle, roba esposas, interpretado por Caine. Así que entre las miradas de soslayo o las carantoñas de Olivier se deslizaba por los pliegues de la conversación una aprobación y camaradería gratuitas, una complicidad sin compromisos o un desdeñoso desapego a las derrotas puntuales que derribaría todas y cada una de las defensas dispuestas por su contrincante; el siempre entretenido tira y afloja, acaso perverso, que los pescadores practican cuando dan carrete a una pieza con el anzuelo clavado en la boca, seguros de que no tiene escapatoria por lejos y profundo que pretenda ir.
La condescendencia, en realidad –es decir, lejos de la ficción–, no necesita histrionismos. Se muestra moderada y discreta. Tampoco conoce la prisa. Acostumbra a asomar para entumecer el ánimo de la víctima, narcotizar su intuición y evitar pulsos imprevistos. Los condescendientes del mundo real ya han calculado todos los movimientos posibles, conocen las pocas variables que restarán al final de la partida. Se saben prácticamente ganadores o, cuando menos, indemnes. Pueden permitirse el lujo, incluso, de aplaudir las victorias parciales de su adversario y mostrar un saber perder impostado que tiene fecha de caducidad.
Es posible que a mí me fascine tanto la condescendencia teatral de Andrew Wyke en 'La huella' como me puede llegar a aburrir la que advierto a diario entre consejeros y concejales afanados en hacerse pajaritas en público con las listas de espera y las sentencias judiciales. Una condescendencia insufrible y defensiva que pretende engatusarme entre interpretaciones sesgadas y atribuciones a mi voluntad de decisiones que nunca tomaría.
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Digiero mejor la condescendencia indolente que dormita bajo la letra pequeña de las pólizas, al abrigo de las condiciones cambiantes de los bancos, junto a los vendedores de coches y de humo, incluso la que se nos cuela entre la tiranía de ese mercado codicioso que sube los precios al altillo, que la envuelta en votos, mandatos y mayorías compuestas capaz de menospreciar resoluciones judiciales o que inventa misiones imposibles dictadas por un requerimiento popular inexistente.
Poco importa que esa condescendencia salga de los labios de Sánchez, de Mañueco o de Carnero. Escucho a los tres y siento su desdén burlesco, como el de un Wyke arrogante que acecha con su plan perverso a un pobre Tindle.
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