Una frase que solemos decir los que vivimos en la capital cuando vamos a un pueblo es ¡qué paz se respira aquí! Esa fue la sensación que sentí cuando pasé todo el verano en una localidad de la provincia con menos de doscientos habitantes: dormir ... con las ventanas abiertas disfrutando del silencio nocturno era una auténtica maravilla en comparación con el festival de ruidos que padecemos los urbanitas durante cualquier época del año. En el sitio del que hablo, además de tranquilidad, había uno o dos bares, iglesia, alguacil, centralita telefónica atendida y una tienda de ultramarinos; completaba la oferta un panadero de diario y, de tarde en tarde, una furgoneta que despachaba jabón, imperdibles, calcetines, medias, bragas y calzoncillos sin ninguna fantasía.

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Aunque hace mucho tiempo que no he vuelto, supongo que la paz seguirá siendo la misma pero con matices que estoy seguro empeoran la vida de los que residen allí todo el año. Cuando en el sitio donde vives no hay gasolinera, ni tienda, ni médico, ni caja de ahorros, ni cobertura para el móvil, más que residir se intenta resistir, que es distinto; una actividad propia de héroes o de personas que, materialmente, no pueden empezar una nueva vida en otro lugar más grande y con servicios que hoy se consideran básicos.

¿Hay paz en muchos de esos pueblos? Sí, pero también la hay en los cementerios y a nadie se le ocurre veranear allí.

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