Los pastores se ajustan. Ni se contratan, ni se negocian; aquí se ajustan, a tanto el mes y con el condumio y la cama puesta, como se ajusta el cinto roído a la pana vieja y el turbante naranja a la cabeza del Moha, el ... pastor. Ante la lacerante, preocupante y casi justificable falta de mano de obra pastoril («si ahora pagan por hacer nada, ¿quién va a ir tras las ovejas?», dice mi abuela), los amos acaban de ultimar los trámites legales para importar a un hijo que todavía vive en Marruecos. Lo traen en avión y con contrato indefinido de pastor, tal y como les han recomendado en la embajada marroquí de Madrid. Moha vino hace seis años y Sufi es el primer hijo que cruza el estrecho. Cobrará unos 1500 euros al mes y le dan casa. El horario es el que es, pero ahora, por suerte, padre e hijo se turnarán con sus ovejas y rezos.

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Me encuentro al rebaño de castellanas pastando un cerro mísero, un antiguo castro pelendón donde no llegó ni Roma ni el arado. Moha sestea al socaire de un gran majano con una gran piedra hincada por un agricultor extirpa piedras. Me recuerda al Dolmen del Alto la Tejera, que queda al fondo, en la sierra, muy vallado, señalizado y musealizado, pero más olvidado que cuando estaba enterrado. En frente, en la vega, está el hijo del amo labrando un herrañe poco más grande que el tractor y, más adelante, la Josefina en la cerrada de su casa con sus gatos y gallinas. Otro hijo del amo, que no quiere saber nada de ovejas, es alcalde, político y Diputado en las Cortes de España. Coronando el cerro, en lo más alto del cogote, hay un chozo pastoril de piedra seca y falsa bóveda, construido por algún pastorcillo con viejas ruinas pelendonas. Continuidad étnica.

Las ovejas pastando la ruina son una imagen muy simbólica y muy digna de ver e inmortalizar, muy al estilo pictoricista del ingeniero José Ortiz Echagüe (1886-1980) que ya estuvo por aquí fotografiando la capa blanca árabe de los pastores de Villaciervos. Al decir de las viejas crónicas, cuando estas tierras altas del joven Duero eran poco más que un desierto yermo de hombres y poblado de ruinas, anduvieron por aquí perdidos unos primos norteafricanos del Moha, bereberes mercenarios con capital en Fez que bautizamos con el revelador nombre de benimerines, mariníes, meriníes o merínidas. El que escribe estas líneas tiene la sutil e infundada intuición de que por aquí surgió de la mixtura y la mezcolanza con la morisma la mayor riqueza de Castilla junto a la espada: la raza merina. Estas retiradas tierras castellanas han sido siempre un culo de saco de contingentes desterrados que subieron presionados a acampar en un alto y se quedaron aquí, con sus bártulos, sus cerámicas y sus ganados. ¿Por eso partiremos ahora con tanta facilidad?

Al parecer, los ganaderos serranos de las Tierras de Soria, Yanguas y San Pedro fueron pioneros en trashumar con sus ganados a las dehesas de agostadero del Sur y en organizarse en sencillos gremios pastoriles que llamaron «mestas». ¿Eran todavía moros que bajaban a ver al primo o eran recios y puros castellanos de sangre vieja? Sea como fuere, esta relativa preeminencia temporal y organizacional de los serranos sorianos, parece ser la causa de su posición privilegiada respecto a las restantes cuadrillas leonesa, segoviana y conquense, desde la fundación oficial de La Mesta hasta su abolición en 1836. Estas sierras dieron las más puras y cotizadas lanas de Castilla, España y Europa y de aquí se llevaron los franceses durante la Guerra de la Independencia (los vecinos «buenos») los moruecos y sementales que luego exportaron a medio mundo (las preciadas merinas australianas y uruguayas son hijas de las sorianas y segovianas).

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El Moha y los amos pasan de estos cuentos chinos. Y hacen bien. El pasado sólo interesa a los poetas y a los literatos, o a los que lo pretenden ser. El resto tienen suficiente con un futuro incierto y un presente que aprieta. Además, los amos ya no llevan merinas y ahora llevan castellanas y de aquella época merinera sólo quedan una decena de escudos y casas. Los españoles nos hemos olvidado de las pulgas y las cagarrutas y nos hemos hecho sibaritas y urbanitas por necesidad. Ahora sólo nos gustan las ovejas en fuente de barro y horno de leña cuando peregrinamos en masa a los templos del cordero de Segovia y la Ribera del Duero. (Más deberíamos hacerlo porque pronto ni corderos habrá). Mi abuela, fiel defensora de la carne de cordero, me sigue haciendo pierna rebozada cuando voy a verla, pero en casa sólo comemos cordero cuando es Navidad y los hay que ya piden menú especial (la lechuga del medio). Sin ganadería, las razas autóctonas y los pastores se extinguen. Aquí mismo, hoy, en nuestro país y entre nosotros y a nadie parece importarle demasiado. ¿Ovejas, cabras, vacas, caballos, burros, cerdos o gallinas son animales de segunda? ¿Valen menos que las ballenas, el canario, el perro, el gato, el oso panda, el leopardo de las nieves o el gorila de montaña? Hacemos zoos, reservas, santuarios y biblias de bienestar animal mientras las ovejas se extinguen y el ganadero se asfixia.

Me despido del Moha con señas y prosigo mi camino. Dicen que estas sierras las pastaron más de cuatro millones de ovejas y que por eso están peladas. ¿Cómo no erigirían por aquí una Ermita dedicada a la Virgen del Cordero? Si le preguntas a un pastor autóctono, como Leonardo Barral de Quintanilla de Tres Barrios, te dirá que eso de comerte un lechal es un sacrilegio, que a él le gustan las ovejas crecidas y viejas y que el 80% de los pastores marroquíes no valen «pa´ na». Si le rebates y le tratas de convencer de su necesidad, aún te sentenciará con un «quiá, no hay igual» y te hablará del pastor que le despeñó cincuenta ovejas en el Barranco de Valdeosera. Me gustaría enseñarle al Leonardo lo que veo y lo que escribo y lo bien que se adapta y camufla el Moha entre nuestras sierras y ovejas ibéricas. Si no fuera por el viacrucis de molinos que cuerdea el horizonte, el tío que hace fotos y preguntas insistentemente y el ruido del amo en el herrañe, cualquiera diría que el Moha está en su tierra, en esas impresionantes montañas del Atlas o del Rift. Parece como si ya hubiera estado aquí unos cuantos siglos y como si nunca se hubiera acabado de ir. A veces, muchas veces, tengo la sensación de que somos un poco como las merinas y que los vecinos son españoles sin blanquear, o viceversa.

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