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Por reverentes y patrimoniales que parezcan las mejores zapaterías de España, detrás de cada una hay un pillo. Es el caso del zapatero de mi barrio, el dueño del establecimiento La Clínica del Calzado. Podría ser el capellán del Lazarrillo de Tormes; un pobre diablo ... que vio en el arreglo de zapatos una excusa con la que decirle a su exmujer que se estaba ganando el sueldo.
Los nostálgicos creen que es un artesano en extinción. La realidad es que tiene más lista de espera que un psicólogo clínico. Allí, parapetado en su mostrador, con las uñas negras y el peto roto, inventa cada día una excusa más fantástica que la del día anterior para alargar la entrega del pedido. Podría llamarse 'La Clínica del Descarado'.
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Su consulta improvisada es un desguace de pieles, suelas y cordones. Un infierno con un olor estupendo a betún y grasa de caballo. Un lugar en el que no es el zapato, sino el dueño, el que se somete a una prueba de nervios y paciencia. «¿Pero tanta prisa tienes? ¿Sabes de otro sitio donde te lo hagan mejor? Llévatelo ya mismo si quieres. Vuelvo del hospital y te lo doy. Está mi hijo pequeño enfermo, pero si no puedes esperar a mañana le dejo solo y me acerco». Lo peor no es el chantaje emocional, que pasado un tiempo se supera. Lo peor sucede cuando enseña los nuevos zapatos de luces que le ha traído Morante de la Puebla. Arreglar eso sí es arte. Relucientes, listos para ser devueltos a un torero que nunca llega.
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