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El otoño tal vez no sea muy atractivo ni muy divertido; a cambio, es cosa cierta que da muchas ganas de comer caliente. Por eso, desde los tiempos de la campaña de vuelta al cole de El Corte Inglés, los platos de cuchara nunca han ... dejado de estar en tascas y restaurantes. Y por eso toda buena carta ha de tener un buen plato de cuchara, ya sea para tomar en el menú del día entre semana, ya sea para acompañar un domingo de libro y manta.
Si la gastronomía es un arte de clases medias, las recetas de plato hondo son lo más parecido a la escultura profana. Los guisos, las cremas, los potajes, las ollas, los purés, los consomés… Pocas amistades tienen más éxito que los níscalos y las cucharas. Para muchos tan imborrables como la fabada para Julio Camba.
Lo mejor del arte sopero en otoño es que podemos taparnos la prueba del delito, esa hinchazón que nos convierte en anacondas durante horas. ¿Los culpables? Los flavonoides, esas tóxicas películas que debemos dejar mucho antes en remojo. No siempre funciona. Todavía recuerdo mi penúltima olla podrida en un pueblo de Burgos. Compusimos entre todo el grupo de amigos una complejísima sonata. Pero no sólo de flavonoides vive el aire del otoño. Tampoco olvido la sopa castellana que tomé en El Cortijo de Valladolid. Indeleble guardo en mi memoria gustativa la crema de marisco de Marisa, el táper más valioso de mi congelador por siglos. Ya se sabe, con la caída de las hojas suenan cucharas y otras cosas en las comidas más dichosas.
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