Nuestra existencia es frivolidad y, sin embargo, nuestras vidas no lo son, aunque deberían serlo, pues la vida no se justifica sin esa emoción de lo superfluo. El pensador diría «si no eres capaz de emocionarte y emocionar, más te valdría desaparecer o esconderte de ... ti mismo». Bien cierto es que escribir sobre el mundo de las emociones es como soñar con la visita de un arcángel. La emoción que producían las personas, ¿cuándo y por qué se perdió sin avisar? Las personas eran emocionantes en sus sentimientos, cristalinas en su levedad. No sentimos hoy esa emoción en el seno oscuro de nuestras vidas.

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A veces el corazón late sobrecogido de emoción. Cuando esto sucede nada permanece en la mente, nada atrae nuestra atención salvo esa dolorosa sensación que no se sabe si es el sentimiento simple de sentirse vivo, o acaso sea un acto reflejo de la tecnología de los genes. La emoción es el único hecho humano no contaminado, ese sobresalto del corazón, ese flaquear de la mente que nos diferencia del mundo mineral, vegetal, pero no animal, y nos hace vulnerables, ángeles caídos que sueñan con volver a levantar el vuelo. La emoción es hermosa por inevitable. Todo lo que es inevitable en la vida nos hace vibrar con el latido unísono de la existencia y su inesperada espontaneidad.

Quiero descubrir el velo que ocultan las emociones que son verdaderamente universales, las que nos subyugan a todos sin distinción de edad, sexo o la condición vital que fuere.

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