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Ahora, con lo de la estación, el debate, y con los deseos de que no vaya a destrozar el planeamiento urbano más adecuado para la ... ciudad y sea inicio de una nueva era, yo me pongo a pensar en el tren, siempre en el tren, y perdonen por la frivolidad. Uno es hombre de tren y el tren es la poesía de lo geográfico en movimiento.
El tren que me acercó a la ciudad desde el hondo sur, y la ilusión que llevaba, sin carbonilla –no soy tan añoso– hasta la estación. Días del frío de antaño refugiado en la cafetería, o en los asientos cerca de las taquillas, donde alguna vez dormimos unas horas, acaso por una nevada que iba retrasando nuestra vuelta a Chamartín. El pensar se me va a aquellos días de trabajo en Valladolid, comida grata, y a la anochecida un regreso a Madrid con un paseo previo por el Campo Grande que me quitaba mis prisas. En todo eso pienso a partir de una estación que, para un intruso, siempre es un lugar mitológico. Claro que el soterramiento es necesario, como necesario es hablar de lo que la estación supone en nuestro imaginario. De aquí salía hacia Madrid este periódico, y ya lo he contado, para que Francisco Umbral, los repartiera, henchido de letras, en la capital de España.
La estación siempre me ha acompañado en los momentos buenos y en los mejores. La estación soy yo, de traje, listo para presentar mi libro. O en la espera, una novela casual que iba quitándome la soledad. Yo quiero creer en lo mejor a la ciudad y al urbanismo y a los tráfico de los trenes por Celtiberia, pero es pero antes he querido dejarle este memorial íntimo. El futuro lo veo raro, qué sé yo.
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