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Enrique, el vecino, con su gorra de antigua caja de ahorros, sudada, ha venido con el abrigo sin mangas cargando algo entre colchones: era un televisor, moderno pero nuevo. Caía la anochecida, le he dado las gracias, ladraban perros lejanos y él se marchó, colmado ... de parabienes. Y ahora, en este tiempo de tribulaciones, resulta que debo jubilar a la antigua televisión. Esa que me ha contado, no muy bien, cómo España se iba desmontando, cómo se me iban dos toreros. O el folletín último de aquellos que quisieron tomar el suelo por asfalto o por asalto.
Creo que fue Gómez de la Serna el primero en teorizar sobre la magia de los objetos, de las cosas que sirven y no sirven, pero donde hay depositada una memoria, amarga en mi caso. De momento, el televisor nuevo me corrige lo que yo creí que eran dioptrías, y al otro no le quiero dar muerte electrónica porque con él, si no buenos, he pasado tiempos de secuestro, de desinformación. Las gloriosas tardes del Tour, el acunarme con los parajes en Technicolor de Monument Valley de los westerns de reposición, o los colchones y las soluciones milagrosas para los juanetes que anunciaban en la madrugada.
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El televisor es culpable de los periódicos que he leído, de los libros que he leído. No diré que algo de mí se vaya con él cuando lo despida por los cauces pertinentes; si acaso ha sido un mueble hablante de una década o más, ni prodigiosa ni todo lo contrario. Al nuevo le deseo películas que me curen la nostalgia e imágenes de banderas blancas, apretones de mano, y un mundial de fútbol. Tampoco le pido tanto a un regalo que es desecho de tienta del prójimo.
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