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El Brujo en la ciudad ha venido a dejar ese mester de brujería teatral que le es tan suyo. El último cómico, el último dramaturgo completo, ha trascendido la escena, y con su prosodia sin impostación, nacida del pueblo llano, ha venido explicando el legado del teatro clásico. Así es su forma de enseñanza, que tiene mucho de acercar al público a Sófocles. Eso lo vi, con otros fines, en otro cordobés vocacional, Julio Anguita, y debe ser una constante en Córdoba, lacónica, que discute en silencio, sola, en tabernas. Esas tabernas donde un señor sienta cátedra de veinte palabras y ya ha dictado sentencia sobre Manolete, sin decir de Manolete, y sobre el mundo en general y su Córdoba en particular.
Afuera, la sultana discurre, silente, grave y senequista, en su papel castellano de Andalucía. Por eso, Rafael Álvarez es nuestra conciencia silenciosa, el par tranquilo de Fernando Arrabal con sus horas y su jaque congelado. Si no existiera, habría que inventarlo. En él está Lorca y La Barraca, pero también las compañías de ciego que iban y venían por llamadas y barrancas de esta tierra nuestra.
Lo vi de joven, me acuerdo que fascinado, de la mano de mi padre cuando mi ciudad natal era un páramo cultural, y aún recuerdo el olor del desinfectante, venían Lola Herrera, Concha Velasco, y la ciudad se ponía de gala. Y ahora, me van a disculpar, lo veo, al Brujo, desde el teléfono. En mi ánimo queda aquel Búfalo que acompañó a Juncal a los cuartos más tristes de la torería. Rafael Álvarez, el Brujo, quizá sea lo que yo, en la lejana infancia, quise ser. El mundo nos ha hecho un hermoso regalo con su existencia.
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