Cuentos de barbería
«Es una experiencia placentera, más si hay aire acondicionado y no hay otros clientes que rompan este spa moruno»
Creo que fue Julio Camba el que escribió sobre el placer de una peluquería. La mía está lejos de casa, cuajada de sillones rifeños, y ... al dueño aún no le he preguntado el nombre. Hay una cortesía, un saber hacer que hace esos trámites evitables y ociosos. Cuida mi piel, mi barba nazarena que he mandado al olvido, y con la mirada quiere dar una conversación sobre 'esto que nos pasa'. Es raro dar con norteafricanos del Madrid, pero mejor es pensar en un escudo que en lo que está por pasar. Es una experiencia placentera, más si hay aire acondicionado y no hay otros clientes que rompan este spa moruno. Ver estos oficios hace que se confíe en el ser humano: barbero. Sin bobadas de las que ponemos en las tarjetas largas en inglés. Por eso, cada dos semanas le dejo mi calva en usufructo para que me saque de allí como Koyak. Es curioso que la única revista que tenga por allí hable de la Reconquista. Por una de esas serendipias. Cerca de una hora se desempeña en que no quede ni un pelo de barba. Son sensaciones que tienen eso de paraíso cotidiano. Quizá haya escrito antes del arte de la barbería como metáfora. Frente a quienes se cuidan la barba como la melena de una Barbie (por cierto vaya chapa de RTVE con Barbie), están estos trabajadores, con el local como una patena.
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Mi estética me permite acudir a verle cuando la barba me negrea. O cuando quiero darme un homenaje. Y sale más barato que fumar. Lo recomiendo, se sale moralmente purificado. No es como un karaoke y aquí no salen negocietes.
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