El campo castellano está sembrado de ermitas, conventos, iglesias, santuarios, capillas, humilladeros, cruces, viacrucis, calvarios y otras muchas marcas y manifestaciones religiosas que hoy ya no significan nada para casi nadie. Muchas están ya en ruinas, roídas y descarnadas como jirones de viejas ropas de ... gala, coronando un cerro, un teso o un otero o acompañando en su divina y esencial soledad a un peñasco, una cueva, un castillo, un canchal, un río, una laguna o un hontanar. Ahí están plantadas desde hace siglos por quienes creían en sus frutos, hablando sin hablar y sin que nadie las escuche o las entienda. Dinteles, puertas, paredes y piedras con cientos y miles de cruces, vírgenes, cirios, custodias y anagramas concienzudamente labrados por gentes que no sabían leer ni escribir. Analfabetos. Historia viva que hoy dejamos morir, para luego estudiarla muerta. ¿Qué tendrá todo lo muerto que tanto nos atrae? ¿Por qué estudiar y reconstruir lo muerto y no curar y estudiar lo vivo y lo enfermo? La clave de lo muerto está siempre en lo vivo.
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Vivimos en tierras viejas cuya mayor riqueza quizás sea su historia. Decir que un pueblo de Castilla no tiene ermita es un insulto, un sacrilegio. El tamaño y la importancia histórica de un pueblo se ha medido siempre por el número y la calidad de los templos. Cuando los castellanos se lanzaron a repoblar las Españas lo hicieron siempre con sus santos, sus vírgenes y sus tallas a cuestas. Pocos pueblos no están flanqueados por ermitas y cruces que marcan y delimitan, como atalayas o pequeñas fortalezas, el paisaje sagrado de la comunidad, el redil del humilde santoral local. Hay ermitas y vírgenes con nombres y advocaciones casi poéticas, bautizadas con la gracia, la inocencia y la belleza esencial que ha caracterizado siempre a todo lo popular: del Espino, de los Álamos, de la Sierrecita, de la Cuesta, de la Llana, de la Peña, del Castillo o de la Solana. Allá por el norte las hay también de Las Nieves, de la Barquera, de La Guía o del Mar. Los muros de la devoción popular han custodiado con celo durante cientos de años la tradición y los ídolos de la pequeña deidad local y hoy todo yace expuesto y moribundo en los sótanos de los museos provinciales, los seminarios y las catedrales. Hoy son parte del inventario de las cosas que mueren y yo las veo.
Las ermitas son hitos de una espiritualidad revelada. Son los símbolos por excelencia de la religiosidad popular. Las catedrales del pueblo. Antes tenían su propio obispo o custodio, el santero ermitaño. Junto a la religión oficial, la de los obispos, los oros, las diócesis, las catedrales y las facultades, corría siempre limpia y prístina la sempiterna corriente de lo popular, esa que iba horadando, moldeando y reverdeciendo desde abajo el gran edificio de la oficialidad. De tanto andar y pastar los cerros y las sierras yermas, de tanto labrar y arañar la tierra y de tanto mirar y rogar al cielo, el hombre acabó viendo a Dios en los campos, en los ríos, en las piedras y en la mar y erigió templos y tallas para sacralizar para siempre el lugar. Para recordar. La religión popular fue la única forma de comunicar y de exteriorizar el hondo e íntimo sentir y conocer de estas gentes analfabetas y penitentes, gentes que convivieron en una misma tierra durante generaciones y que se hicieron a la fuerza tremendamente permeables y sensibles a todo aquello que les rodeaba. La clave del éxito de la religión católica ha estado siempre en conocer y absorber este componente pagano y popular, en su elasticidad, sincretismo y maleabilidad.
La religión popular es el poso atávico de las viejas religiones. La religión de nuestros abuelos y de nuestros pueblos no dista mucho de las primeras religiones del mundo. Juliana mantiene siempre encendida una vela en la única ventana de la cocina que mira a la Virgen de Valvanera. Mi abuela sigue encendiendo una vela en la Virgen de la Soledad para darme suerte en mis exámenes. Antes lo hacía en la ermita del Santo capitalino, pero su ubicación en un peñasco sobre el río le dificulta mucho el culto y la devoción. El abuelo, anticlerical visceral por malas y fundadas razones de infancia, subía a bendecir los campos al cerro del calvario porque «aunque iba el último… funcionaba, hijo, funcionaba». También bendecía el pan y la carne de la matanza. Los días y las fechas no se medían en números sino en santos y las fiestas grandes de los pueblos eran siempre religiosas. Don Jaime de 96 años, que dice ser cristiano viejo porque un tío abuelo suyo fue canónigo en La Aldehuela, se santigua todos los días al pasar por la Iglesia parroquial y te regaña con la gayata si te oye blasfemar. Las paredes de la casa de Juanita de Villar del Río o de Nicolasa de Castejón son un museo de láminas, cuadros y estampas, con rosarios y escapularios de plástico colgados en las esquinas. Son sus pequeños altares. Sus joyas más preciadas son cruces y medallas de las vírgenes y los santos de su pueblo. Martina amortajó y veló a su marido en el comedor y desde entonces ha llevado siempre un rigurosísimo luto. La tumba de su marido es la única que tiene flores frescas todo el año.
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Ya no miramos al cielo y ya no sufrimos el campo y las estaciones. A veces creo que todo esto del cambio climático es una estratagema del de arriba para que le miremos. Hoy los mismos cerros, tesos y oteros del horizonte castellano están coronados por molinos, antenas y torres de telefonía. A las afueras de las ciudades y los pueblos más pujantes se construyen barriadas, unifamiliares, autovías y polígonos industriales. Las fachadas nuevas y viejas y los muros de hormigón de puentes y naves industriales se pintan de coloridos e ininteligibles grafitis. Algunos lo llaman arte. Ahora que nos hemos emancipado e independizado del trabajo físico del campo, nos autoinfligimos penitencias en carreras y maratones, en el gimnasio o haciendo yoga o pilates. El progreso, la comodidad y la lejanía con el medio, los elementos y el tiempo ha empañado nuestra tradicional y atávica espiritualidad, o quizás la ha desplazado hacia otros extraños y bárbaros vericuetos. Hoy acogemos cultos extraños e importados y criticamos a un Dios cuya existencia negamos. Y yo me pregunto si es el mismo limpio y prístino instinto popular el que nos acerca a todos ellos.
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