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Siempre me ha sorprendido mucho la humildad, la sencillez y el anonimato con el que estas gentes han vivido y viven vidas muy dignas de ser contadas y no olvidadas, como si sus vidas carecieran por completo de valor o de interés y como si ... éstas sólo importarán a su familia o a Dios. Y muchas veces ni eso. Son gentes que llevan la autosuficiencia, el rigor y la austeridad vital hasta lo más absoluto e interno de sus entrañas, hasta las aguas calmas pero turbias de lo emotivo y lo emocional. En un mundo en el que la sobreexposición a las redes sociales nos hace pensar que los detalles y las menudencias más banales e insustanciales de nuestras vidas importan a alguien, ellos, testigos últimos y únicos de una vida y de un modo de vivir que se extingue inexorablemente para siempre, permanecen al margen y en un segundo plano, seguros de sí mismos y sin ser del todo conscientes del enorme valor que atesoran. No lo necesitan.
La memoria es frágil y el recuerdo de los humildes muere pronto. Todos morimos dos veces, cuando nos vamos y cuando dejan de recordarnos. Para el común de los mortales y para los que viven sin hacer mucho ruido, la existencia terrenal no se prolonga más de una o dos generaciones. Un centenar de años a lo sumo. Nuestras vidas son un suspiro. En unos años será como si nunca jamás hubiéramos existido, como si no hubiéramos jugado, amado, reído, llorado o caminado por la faz de la tierra. Caer para despertar y volver a caer. Dormiremos bajo la costra de la tierra y seremos cicatrices por un breve tiempo y luego nada, ni eso. Polvo. Todo es fútil. ¿Cuánto morirá cuando muera la abuela? ¿Cuánto se llevará con ella?
Hay dos tipos de hombres, los que hacen y los que cuentan lo que otros hacen. He rastreado el recuerdo de los que ya no están y de los que ya nadie recuerda. En todos ellos habita un débil aliento de eternidad, de romper el hondo olvido y de prolongar nuestra fugaz existencia terrenal. De vivir una segunda vida en los demás. He leído y releído los escritos que se conservan en las paredes con tizne y hollín del hogar, las marcas labradas en la piedra, en la madera y en los revocos de las fachadas, las partidas de nacimiento y los legajos de los archivos parroquiales, las cartas y postales que se venden por lotes en Internet o se pierden en cajones en la ruina, los obituarios de los viejos periódicos y las lápidas de cementerios casi desiertos. He rastreado y fotografiado las ruinas y cenizas de infinidad de casas, majadas, tenadas, cerradas y cuadras y en la mayoría de ellas me he encontrado el mismo anhelo y aliento ronco de eternidad. Cruces, nombres, fechas y cuentas es lo único que les ha sobrevivido, lo único que les mantiene vivos. He preguntado a propios y extraños por los detalles más nimios e insustanciales de sus vidas y por las vidas de los que ya no están. Me han contado historias fascinantes de hace doscientos años con la misma normalidad y naturalidad con la que bajan a comprar el pan. Muchos era la primera vez que lo hacían. He recogido las migajas que he podido y las he ido guardando en libretas y ahora todo descansa plácidamente en ellas.
Las reviso diariamente. Empecé escribiendo de mí y ahora sólo escribo de ellos. Son marrones y de tapa blanda, con papel grueso color café. Las suelo comprar de golpe cuando voy a Madrid. Todas pesan y abultan mucho, mucho más que cuando las compré. Las historias pesan. Están numeradas por meses y años.
Cojo una al azar y leo: La Romana y el Zacarías que se quedaron rumiando su soledad cuando todos se fueron; Jesús del Rincón, que sacó adelante a 11 hijos con las merinas y la trashumancia; los tres hermanos solteros que con más de 65 años siguen bajando todos los años sus merinas a Trujillo; Eulogio, que sigue de pastor a los 82 años y su sobrina que le lleva el condumio al campo cada día; Gabriel, que con 86 años me habla de amos y soldadas y calza abarcas y peales zurcidos y remendados por él mismo; Juliana Romera Álvarez, de 87 años, y su familia de 8 hijos que sigue viviendo en comunidad matriarcal en el mismo pueblo de sus abuelos y bisabuelos; Marcelino, que de niño iba y venía andando de Soria a Bilbao para trabajar en los puentes de la ría; Benito Moreno, de Rioseco, que fue pastor, soldado en la guerra de Melilla, catedrático de Higiene e Inspección de los Alimentos y profesor emérito de la Universidad de León; la historia de amor de Sabina Gaspar de 96 años con un vecino sastre de Madrid y las capas que acabaron haciendo juntos para el Rey; los milagros y las historias de conversión del Tío Santos de Portelárbol; las ermitas y fortalezas templarias del Cerro de San Juan, las piedras que bajaron rodando desde el Cerro al pueblo de Matute, el olvidado Castillo de los Moros de Puebla de Eca y los pasadizos que lo cruzan por abajo, el último oso que se mató en mi pueblo por el abuelo del Bene 'el ciego, la historia de mi familia Molinos (Los pelaos) en la granja/despoblado de Tablado, la muerte del Tío Atanasio con un carro en la helada cuesta de los conejos, el viaje de Benito Pérez Galdós por la provincia de Soria para escribir 'El Caballero Encantado', el pastor portugués de Pomer que vive sólo en Noviercas y que se echa las siestas al raso hasta en invierno; la Aurelia de Dévanos, que murió centenaria y sorda; las hermanas solteras «y enteras» que viven con 300 ovejas en un minúsculo pueblo de Soria; la señora Nicolasa, de Castejón, que vivió y murió sola acompañada por centenares de libros y periódicos que hoy se pudren firmados en su casa; la de la monja belga Juliana, que un día recayó en un recóndito molino de El Royo; la pastora de Cardejón y su borrico, el pastor de Brías que nunca jamás conoció ni besó a mujer alguna; el Tío Nadie, que murió devorado por las ratas; la violenta muerte de la niña de Ribarroya y la devoción posterior que suscitó (hay un viacrucis y un romance que me recitó mi abuela); el excura Juan José de Villar del Campo y su sempiterno cigarro; los sables y anillos de oro que salieron en una ermita en ruinas mientras araban los campos; la historia de los ovnis en el Cañón del Río Lobos; la leyenda del pueblo de Mortero que se despobló por unas sanguijuelas; la cueva del moro que esconde un vellón de oro en la Sierra Carcaña; la carbonera del piso de mi abuela Alicia y la del Tío Tacho, el último mulero de Ausejo.
Cojo aire y la cierro. Quedan ya pocas páginas vacías. Todos los recuerdos se amontonan, unos detrás de otros. Me vienen a la mente las imágenes de las personas que me contaron todo esto y los lugares en los que apunté sus recuerdos. Muchos ya no están, pero ahora viven una segunda vida. ¿Deberían irse o haberse ido sus recuerdos con ellos? ¿Deberían estar ya muertos? De algún modo ahora siento que me pertenecen y que son míos, que en todos ellos hay ya algo mío. Antes también lo había, pero no lo sabía. Sus vidas podrían haber sido las de los míos o la mía de haber venido antes al mundo, de haber caído antes aquí. Cada día me pregunto si sirve de algo lo que hago, si no sería mejor construir mi vida en vez de querer reconstruir la de los demás, si algún día tendré tantas cosas como ellos para contar y si a alguien le interesará. Pienso y me lamento de las vidas que han muerto sin ser contadas, de las gentes que ya han muerto para siempre y sólo me consuela pensar que a ellos no les importa y que ya duermen para siempre el sueño de los justos.
La fragilidad y debilidad de la memoria es fortaleza evolutiva. El resto es lastre. El narrar y dejar constancia de sus vidas es capricho y debilidad mía. Nadie me lo ha pedido y ellos no lo necesitan. Soy yo el que lo necesita. Todo aquel que escribe se vacía lentamente y necesita alimento. No soy como ellos. No consumo series, sólo leo libros y no muchos. Esto de hablar, leer, preguntar y escribir cuentos e historias sería para ellos cosa de maestros, médicos, burgueses, ilustrados y acomodados. Un lujo para personas con mucho tiempo libre y poco trabajo. Ellos tenían cosas más importantes que hacer y en las que pensar. Para mi abuelo son «cuentos, pero… si a mí me gustan» y para mi madre son tontadas. Pocos amigos míos leen los artículos y las historias que comparto. A mi padre le entretienen, pero porque soy su hijo y porque tiene mucho tiempo libre. A mi novia le gustan pero me reclama otros deberes y quehaceres. Mi tía imprime los artículos a mi abuela y ella los va leyendo poco a poco en la mesa del comedor, con las gafas de pintar y de leer la prensa rosa. La última vez que me leyó me dijo con una sonrisilla de orgullo que «era tremendo» y «que de dónde me salían tantas palabras, que cómo me cabían tantas palabras dentro». De la entrevista en la radio me dijo que el «Carles Cansino ese de la Ser es muy bueno y famoso» (se refería a Carles Francino).
Pienso en la suerte que he tenido de nacer, vivir y crecer en una pequeña provincia como Soria y de seguir haciéndolo, de tener pueblos, de haber veraneado en ellos y de haber conocido a mis cuatro abuelos y a otros cientos de ellos. Las mejores historias están siempre entre nosotros, a pie de calle y al alcance de todos. Las historias de infancia de los abuelos, contadas al calor atávico de la lumbre o al fresco de la tarde, dejan siempre un poso imborrable que siempre fermenta, como una semilla que germina lentamente tras las lluvias. Hoy así lo siento y ya no puedo dejar de hacerlo.
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