El tiempo es una pieza elástica que podemos alargar o acortar. Al menos el tiempo subjetivo, porque el objetivo escapa a esta posibilidad. Sabemos que el tiempo físico está subordinado a la masa y la velocidad, según ecuaciones que nos cuesta entender y formular. Pero, ... a escala humana, el tiempo es implacable y poco a poco va abriendo la vida en canal. Basta comprobar que con el paso de los años uno se va llenando de palabras moribundas que despiertan una sonrisa en los jóvenes –aún ilusos de inmortalidad–, pero que certifican el momento de envasado natal. Llamar niqui al polo, meyba al traje de baño o conjunto a un grupo musical equivale a mostrar la fecha de nacimiento en el carnet de identidad.
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Con el tiempo emocional entramos en otro terreno. Unas veces sufrimos cuando va demasiado rápido, en general tanto más rápido cuantos más años tenemos, y otras nos desasosiega si va demasiado despacio. En este último caso, de inesperada parsimonia, observamos un doble motivo. O bien se enlentece porque el espacio de espera se alarga, dejando que el aburrimiento se imponga; o, peor aún, sentimos sencillamente que el tiempo no corre y nos atrapa en un presente inmóvil donde no se espera nada. Recuerdo a una paciente desesperada que me abrazaba en el pasillo del manicomio pidiendo ayuda porque el tiempo no discurría, no pasaba. Pocos tormentos imagino que igualen este estancamiento hueco y desamparado, puro presente, sin pasado cercano ni futuro previsible.
En este escenario tan inhóspito, la tarea de «hacer tiempo», a la que aludimos en el titular, se muestra higiénica y necesaria, pero resulta ambigua. Es equívoca porque bien puede aludir a una espera pasiva, que a lo sumo intenta rellenar el tiempo vacío a fuerza de pasatiempos, o bien responde a una excitación contraria, a la necesidad de construir activamente el tiempo para aprovecharlo a fondo, como si fuéramos realmente artífices del reloj vital que nos acompaña.
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En una sociedad tan vertiginosa y exigente como la actual, ser propietarios absolutos de unas cuantas horas diarias es una aspiración trascendental, una condición imprescindible para que podamos tocar, aunque solo sea con la yema de los dedos, algo parecido a lo que llamamos felicidad. En realidad, si no dispones de la oportunidad de matar el tiempo, será el tiempo el que te acabe matando a ti. Además, no conviene olvidar que el tiempo es rencoroso y se venga doblemente sobre aquellos que, habiéndolo rescatado, lo desperdician sin ton ni son. Asunto también complejo, en tanto que aprovechar el tiempo puede responder al ansia descabellada de cualquier aprovechado, o a la sabiduría de quien se toma distraídamente una caña junto al chopo de la plaza.
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