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Leí, no hace mucho, la queja de un colectivo de perjudicados por la psiquiatría que me llamó la atención. En vez de denunciar el maltrato, la represión o la crueldad que habían padecido, como es lo habitual, aludían a la tendencia de los tratamientos a ... engordar. Los sedantes, los antidepresivos, los neurolépticos, los psicofármacos en general, engordan, redondean los perfiles del cuerpo e incrementan la mortalidad. Así se despachaban en contra de la dudosa pericia del psiquiatra.
Capote, en el deslumbrante conjunto de relatos que tituló 'Música para camaleones', intuyó con tiempo el problema, dictaminó escuetamente que lo que engorda es la tristeza. Cabe pensar entonces que esta gordura emocional, causada por los bajos ánimos, es fácil hincharla si se le añade la farmacológica. Capote, conviene recordarlo, fue un fino crítico de nuestra profesión. En el mismo texto, musical y camaleónico, encontramos una irónica frase que impacta en pleno rostro: «La ansiedad, como cualquier psiquiatra caro le diría a uno, viene causada por la depresión; pero la depresión, como el mismo psiquiatra informaría en una segunda visita por unos honorarios adicionales, está originada por la ansiedad».
Ahora que se habla tanto de gordofobia, siguiendo la necia costumbre de convertir en un diagnóstico cuanto nos afecta, conviene recordar, para curarnos en salud de un inmerecido reproche, que ser gordo no es lo mismo que estar gordo, como la gordura no es lo mismo que la obesidad. La gordura puede ser natural, mientras que la obesidad es morbosa.
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Kierkegaard defendió que en todas las escuelas debía haber una asignatura que tratara sobre el arte o las maneras de disolver una relación amorosa. Lo mismo podría solicitarse respecto al bien comer, pues amar y comer no desentonan. Se come bien o mal no solo bajo unos principios higiénicos, de buena o mala cocina, de urbanidad y comensalía, sino también de cantidad. No hay que cebarse sistemáticamente aprovechando la abundancia y los hábitos de consumo. Hay quien come como si al día siguiente le fuera a faltar, lo que podemos entender en la media humanidad que padece hambre, pero no en nuestra sociedad.
La mala educación alimenticia, al menos en materia de cantidad, se ha incrustado en nuestros hábitos. Basta comprobar, por ejemplo, que cada vez que elogias un plato en la mesa, siempre hay alguien cerca de ti que te ofrece más, como si con eso te agasajara. Quizá un hábito parecido es el que irrita al colectivo de víctimas de la psiquiatría, pues no acaban de comprender por qué cuando te recetan una pastilla, que puede venirte al pelo, esa es la verdad, luego te prescriben más y más.
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