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Todas las mañanas, con maniática regularidad, salgo a desayunar. Me lanzo a la calle a tomar el aire, a estrechar la mano del mundo y ... a cuidar sobre la marcha mi higiene mental. La cara y el cuerpo los pasas por agua y jabón, pero es al fresco, caminando al aire libre, cuando limpias las manchas que dejan en la cabeza la angustia y la ansiedad. Hay que cuidarse especialmente de la atracción cenagosa de la pasividad. La pereza es un mal que acosa durante la infancia y vuelve a hacerlo con fuerza cuando los años pendientes escasean y notas encendido el piloto de cuenta atrás. Llegas a creer, ilusoriamente, que si te emperezas y no haces nada, el tiempo se para o se retrasa y esquivas la meta final.
Mi primera parada es siempre en el bar. Al llegar me acodo en la barra y recorro con la mirada el local a la espera de alguna novedad, aunque sé de antemano que no habrá sorpresas ni cambios previsibles. Todas las mañanas están los mismos clientes, una suerte de pacífico rebaño al que me incorporo con un leve gesto y un saludo callado pero cordial. Ignoro qué secreto designio arrastra todos los días a una docena de personas al mismo lugar. Solo sé que cuando compruebas que todo sigue en su sitio, sin que nadie te falte ni te amenace con ningún agravio, sientes una impresión matutina de felicidad. Una sensación que crea dependencia y te obliga a repetirla a diario, ya esté jarreando, cayendo chuzos o bajo un vendaval.
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Muchas personas encontrarán este hábito aburrido y trivial, incluso peligroso a largo plazo. Tanta rutina puede agostar muchas conciencias y dejar las mentes como en barbecho o baldío. Pero también son muchos los que se sostienen bien sobre estas prácticas que les relajan como a obedientes obsesivos. Las diferentes respuestas de la gente ante la repetición y los automatismos vienen marcadas por el temperamento y la edad. No es lo mismo repetir las cosas a los treinta años que a los setenta, ni los efectos son semejantes si eres flemático o sanguíneo. La humanidad también es relativamente binaria en este sentido.
En cualquier caso, el bar a esas horas te aporta una dosis eficiente de sociedad. Es cierto que cada uno está a lo suyo y que apenas hay comunicación entre los parroquianos que, salvo un pequeño grupo de adictos al futbol y al trumpismo, desayunan ensimismados y tranquilos. Pero da lo mismo. El mero gesto de coincidir en un sitio, sin más componendas ni compromisos, es poderoso y a menudo suficiente para socializar al más misántropo. Además, lo consigue de una manera suave y ligera que no precisa de reconocimiento excesivos. No reclama admiración ni sentirse necesitado por los demás ni ser nombrado de continuo. Lo cual rebaja mucho los índices, siempre excesivos, de soberbia y vanidad. Le basta con el saludo, con una mirada de aceptación, un periódico compartido, un comentario sobre la borrasca inminente, una sonrisa burlona y cómplice sobre el atavío de alguno de los presentes. No es necesario intimar, ni participar en un trabajo común, ni haber hecho declaración de amistad, para que un halo imprescindible de familiaridad coloree el espíritu.
Puede parecer una idea superficial, pero acudir a diario al bar a desayunar es un hábito apropiado para la construcción de una identidad común. Un hábito que, atendiendo a su doble significación, como vestido y como modo de actuar, se transforma en un elemento necesario para el desarrollo de las costumbres, que a su vez garantizan el sostén de las tradiciones y la cohesión última de la sociedad. En el bar se disuelven las enemistades, se reduce la paranoia y se aboga por la paz. Y si algún abonado no sigue esta lógica, se verá en la obligación de suspender su asistencia y cambiar de compañía.
El rito matutino que convoca a las personas delante de una barra es la hoguera alrededor de la cual se juntan los habitantes y bailan en grupo. La ceremonia no exige pertenencias estrechas ni fidelidades especiales ni oscura profundidad. Solo requiere libertad.
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