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Hacerse esperar es un hábito bastante extendido que genera mucha incomodidad. Hay quien se hace esperar espontáneamente, por dejación o indolencia, y hay quien lo ... hace deliberadamente, porque cree sacar provecho y dar señales de superioridad. Al primero tendemos a perdonarle sin mayor esfuerzo. A lo sumo nos protegemos de sus descuidos pagándole con la misma moneda. Pero lo hacemos sin rencor, solo por espíritu de supervivencia y cierto anhelo de libertad. La espera a veces se convierte en una cárcel de la que es difícil escapar, como si quedáramos presos por la soga del tiempo y la voluntad del impuntual. En sentido contrario, también hay personas incapaces de llegar con retraso. Temen la posibilidad de herir a la gente e indisponerla en contra. Prefieren cargar con la demora ajena antes que descuidar los principios de respeto e igualdad que cultivan con los amigos.
No es cierto que quien espera desespere. La paciencia es bella, no hace de menos y da mucho que pensar. Es lenta, y si la cultivas con cariño y en silencio, como a las plantas de hogar, te recompensa con muy buenos momentos. Es curioso que cuando aprendes a sacarle provecho y dominas la zozobra, el tardón empieza a envidiar tu calma y renueva su destreza. Y como ignora el origen de tu bienestar, nos sorprende llegando a la hora, intentando participar de la misma felicidad que en apariencia saboreas. O bien, y esto es más indicativo de retorcimiento mental, se vuelve cumplidor formal pero conducido por la pérfida intención de impedir tu plácida seguridad. Al envidioso, al fin y al cabo, se le reconoce porque no soporta el regocijo de quien le rodea. No le retuercen las tripas los títulos y la riqueza de los demás, sino la dicha y buen humor de quien tiene cerca. Y tanto más le atormenta cuanto más insignificante sea la causa del placer que observa. El odio, el abuso de poder y la intolerancia siempre se esgrimen contra la alegría de quien sabe disfrutar gota a gota, con las pequeñas cosas, con eso que a veces llaman equivocadamente alegría tonta.
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Recordemos que muchas personas para dominar al otro se valen como modus operandi de la dinámica de la espera. No pocas veces abruman a cualquiera con su gusto en hacerse esperar. Con esa treta intentan incrementar el interés del amigo o la pareja. No es una argucia perfecta, pues a veces les sale el tiro por la culata cuando al que aguarda, hasta entonces resignado, le vence la impaciencia, pone tierra por medio y les deja a solas con su soledad y sus sutilezas. Pero si no llegan las cosas a este extremo, el enfado que provocan también juega a su favor. Obsérvese que en muchas ocasiones buscamos en la irritación y enfado de alguien la mejor demostración de interés y aprecio. Desencuentro voluntario o casi voluntario que además y, por si fuera poco, nos promete los placeres insustituibles de la reconciliación. En el fondo, todos nos comportamos de este modo, algo histérico, aunque carguemos con este dudoso apelativo, que tiene mala prensa por lo que comporta también de impostura, manipulación y teatralidad.
Otra posibilidad de explotar la tardanza es la de aquellos que se conducen bajo el hábito de llegar tarde pero con un retraso exacto y flemático, siempre con la misma diferencia. Cumplen así simultánea y astutamente con la tardanza y la puntualidad. Respetan la cita, pero la adulteran a su manera. Confían en esta perfecta irregularidad como mejor procedimiento para no cerrar la puerta a los demás. Los retrasos, en este caso, responden a una precaución suplementaria para asegurarse que el otro va a estar. Temen quedarse solos, como todos en el fondo, pero combaten su miedo huyendo de los encuentros asegurados y de las coincidencias. Llegar a la vez o a la hora equivale en su conciencia a un augurio de soledad. Nos hacen creer que si deambulan o se entretienen para no llegar a la hora es porque saben mejor que nadie lo que nos espera más allá. En su epitafio figura: «Me hice esperar».
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