Si damos crédito a los informes que caen en nuestras manos, nos sorprende que en los llamados estados de bienestar se incremente el malestar psíquico entre los menores de edad. Pese a todo, se sostiene que nunca se había cuidado y querido tanto a los ... hijos, ni estos, en general, habían disfrutado de tan buen ambiente y comodidad. Asombra, por consiguiente, que se incremente de ese modo su debilidad.
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Debemos preguntarnos entonces qué reclaman las personas para fabricar su subjetividad o, lo que viene a ser lo mismo, para madurar. Necesitamos conocer cómo se construye una identidad suficientemente firme, que no se desmenuce a las primeras de cambio ni recurra a solicitar apoyos de modo compulsivo y dependiente.
Está claro que se nos escapa el procedimiento, pero sí sabemos que el resultado dependerá del vigor de nuestros deseos. No hay otra pieza más importante a la hora construir un sujeto, ni un objeto que sea a la vez agente de placer y de resistencia, de soledad y de afecto. En la construcción de cada uno se necesita compaginar el cariño y la ternura con la severidad y el distanciamiento. Pero para lograr esta asociación nadie conoce el secreto. En cambio, sí conocemos con holgura algunos peligros severos.
El más evidente y dañino apunta a la línea de flotación del deseo. El deseo es una embarcación que necesita trayectos largos y rutas prolongadas para que las satisfacciones inmediatas, gustosas y repetitivas no interrumpan la singladura vital de cada uno. Y en este camino tan imprescindible es la protección afectuosa como la disciplina y el alejamiento.
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Sin duda, la sobreprotección es el enemigo específico del deseo. Pero más dañino aún se muestran los deseos artificiales, aquellos que en vez de proceder del desarrolló natural son imbuidos en nuestro tiempo por redes, algoritmos o inteligencia artificial. Estos deseos espurios no construyen identidad, sino que conforman una subjetividad contrahecha, frágil y vulnerable, que no puede agarrarse con seguridad a deseos firmes que la sostengan. Y si el deseo no es sólido y constante, conducido bajo un régimen de ilusiones y un proyecto vital, el yo se detiene, se deprime y pierde la capacidad para compartir la vida con los demás. En este caso, la ansiedad, la irritación y la tristeza arrasan la conciencia y la redirigen al consumo excesivo de redes, al abuso de sustancias y al fracaso individual.
Si a esta alienación y falsa conciencia, por llamar a las cosas con nombres de verdad, se le suma la precariedad del trabajo y la falta de vivienda, a la juventud del presente, extenuada de deseos artificiales y con déficit de educación sentimental, sin espíritu de rebeldía ni ardor revolucionario, solo le queda deprimirse o explotar.
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