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Los boomers nos reconocemos en la capacidad de adaptación. A la fuerza ahorcan, decimos condescendientes. La conciencia de que todo está sometido a mutación la ... tenemos a flor de piel. Sin embargo, también somos conscientes de que todo permanece en el mismo punto y que la almendra del género humano no cambia o lo hace bajo el imperativo de magnitudes de tiempo inabarcables.
Esta experiencia, la de los cambios que nada cambian, solo la proporciona la edad. Es cierto que los años nos condenan a ser más torpes con los cachivaches electrónicos que las generaciones de nativismo digital, pero simultáneamente nos permiten esbozar una sonrisa de suficiencia recordando lo poco que las cosas importantes van realmente a variar. Es cierto que un podcast actual tiene poco que ver con la radio de galena que escuchábamos de noche, bajo las sábanas, tratando de burlar la orden paterna de apagar la luz y dormirnos «ya». Ni tampoco es comparable con la radio de válvulas que escuchábamos en familia, que de repente dejaba de sonar y había que animarla con un meneo o metiendo la mano en el interior para sujetar algún diodo en libertad. Pero, más allá de estas diferencias, hay hábitos profundos que no cambian, como no lo hace la fea costumbre de matar. Véase, como ejemplo, que en los años cuarenta del pasado siglo se consumó el holocausto judío, mientras que en los primeros veinte de la presente centuria los herederos espirituales de aquellas víctimas se defienden o arremeten exterminando palestinos. La única diferencia, casi un siglo después, es que el primer genocidio se intentaba camuflar y que pasara desapercibido, mientras que la nueva matanza se perpetra a plena luz y exhibiendo poderío.
Otro ejemplo proviene de la inteligencia artificial. Con ella, indistintamente, se nos alienta o amenaza. Para unos, cambiará el mundo de arriba abajo, pero, para otros quizá la aportación no sea para tanto y todo quede en una mayor rapidez de cálculo, con pérdida consecuente de habilidad mental, o en un mayor conocimiento general, pero sometido tristemente a las restricciones de la superficialidad. En general, los cambios culturales pueden tener mucha trascendencia o resultar completamente anodinos, como lo prueba el curioso ejemplo de que antes se fumaba en los bares mientras los perros esperaban fuera, y ahora se fuma en la calle pero los perros se atan dentro a la mesa.
Hay quien piensa, pese a todo, que los cambios más trascendentes se dan con las pequeñas cosas. Desde ese punto de vista, quizá sea revelador para el destino de la humanidad que antaño, mientras los adultos charlaban de sus cosas a la hora de comer, los niños atacaban en silencio su plato, cuando ahora la conversación se dirige insistentemente hacia los más pequeños y casi no les dejan comer. También es llamativo que antes se callara y aquietara a la infancia a fuerza de disciplina, y ahora, sin recursos ni capacidad personal para hacerlo, se les calma temporalmente con alguna pantalla o comprándoles lo que pidan en ese momento. No sea, se añade con inquietud, que se vayan a frustrar y den muestra de sufrimiento. Transigencia que, según algún oportuno observador, no lleva a la serenidad del niño sino a la hiperactividad y el descontento.
La vida, como vemos, impone su realidad y va cambiando los gustos al son de los tiempos. En su libro 'Memorias de España 1937', Elena Garro da cuenta de su visita a España durante ese fatídico año, acompañada de su marido, Octavio Paz, para asistir al I Congreso Internacional de Escritores Revolucionarios. Y entre otras impresiones inestimables, nos sorprende escribiendo que el Guernica de Picasso le parecía «hecho con recortes de periódico», y que la catedral condal de Gaudí «con sus torres de zanahorias y coliflores», era como «un Walt Disney de mal gusto».
La conclusión de cuanto llevo dicho se puede resumir así: mientras los gustos varían y suben o bajan, la estupidez y los delitos de odio dijérase que siempre están en alza.
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