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El deseo, entendido como esencia y propulsor de la vida, necesita tanto del sosiego como del estímulo. Cuando no carbura, una de dos, o acabamos deprimidos o resultamos hiperactivos. En el primer caso, comprobamos que una persona deprimida es alguien inapetente, desinteresada, triste e inhibida. ... Es decir, un individuo que ha perdido los arranques y las fuerzas del ánimo y el vitalismo. Pero también puede suceder que reaccionemos en sentido contrario, y cuando nos amenaza la tristeza o un deseo chirria o se atora, nos defendamos forzando la máquina y poniéndonos hiperactivos, como hacen los niños con problemas. Esos mismos niños que, antes de llegar a la época de diagnóstico obligatorio y casi furibundo a la que hemos abocado, se les calificaba simplemente de «movidos».
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Este sencillo esquema nos ayuda a entender que las angustias y depresiones del ciudadano provienen de la repercusión sobre el deseo de nuestros conflictos personales. Las causas, por consiguiente, son múltiples. Hay que buscarlas en la pobreza, la precariedad laboral, las ambiciones desmedidas, la mala conciencia, la rivalidad, la envidia, la necesidad de dominar a los demás, la desigualdad patriarcal, la polarización de las ideas o la soberbia que enturbia nuestro narcisismo. Sin embargo, en nuestra tardomodernidad las explicaciones psicológicas se han simplificado al máximo y se han revestido de superficialidad. La capacidad de introspección ha perdido el vigor que exigía el examen de conciencia que practicaban los antiguos, entendiendo por antiguos a quienes no pertenecían a las generaciones digitales. Y con la introspección se han extraviado los posibles aciertos de su acompañante prospectivo, que nos permitía diseñar y proyectar la vida a nuestro gusto. Hoy, en cambio, se prefiere recurrir a la explicación bioquímica y echar mano de los neurotransmisores, antes que poner en cuestión nuestra capacidad moral o el fracaso de nuestras decisiones. El sufriente contemporáneo antepone la explicación de sus males psicológicos mediante un diagnóstico y unas pautas de tratamiento farmacológico, antes que poner en tela de juicio su responsabilidad y su contribución a la hora de alimentar sus propios padecimientos.
Hoy en día, a fuerza del practicar el llamado amén digital, ese gratuito y cómodo «me gusta» que acompaña a la vulgaridad explicativa y a la miseria narrativa de las redes, hemos vuelto a una edad de piedra psicológica de la que solo nos salva la buena literatura. Tal y como están las cosas, y a efectos de autenticidad y bienestar psicológico, casi merece la pena recurrir a los pecados capitales, cuyas raíces psicológicas son profundas, antes que seguir la vereda evasiva de las ciencias cerebrales.
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