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Engañarse a sí mismo quizá sea un defecto incorregible, pero responde a una necesidad inevitable. No hay autoestima que no se adorne con alguna trampa, ni conciencia de sí sin el soporte fullero del inconsciente, que es una guarida de mentiras que nos delata. Para ... vivir con serenidad necesitamos un sótano oscuro donde ir almacenando lo que no nos gusta o resulta inconveniente. Este desván fue el descubrimiento freudiano que tanta inquietud despertó en su momento, y que nos sigue inquietando. Las referencias de Freud a la sexualidad infantil rompieron el imaginario de la época y conmovieron la moral convencional, pero en el fondo no son las responsables últimas de la incomodidad que causa. En cambio, esta traición interior sobre la que nos apoyamos, el llamado inconsciente, es una idea que para muchos sigue siendo insoportable.
Ahora bien, para asumir que nos mentimos y traicionamos a nosotros mismos necesitamos una referencia de verdad, un patrón seguro que, por simple contraste, nos permita distinguir los engaños y separarlos de los hechos ciertos. Pero ese contrapunto no existe. Nada viene a ayudarnos. Nadie es capaz de confesar su verdad, su autenticidad, sin sentir que a su vez se puede estar engañando, y quizá en ese momento con más intensidad que cuando se reconoce falso o falaz.
No hay punto de apoyo seguro, y menos en este tiempo, cuando la objetividad de los hechos ya no sirve de prueba irrefutable. Hay multitud de gente que no cree en las cosas tal y como son. Millones de personas son negacionistas, terraplanistas o conspiranoicas. El sentido común, que en última instancia es la más segura prueba de verdad, se ha transfigurado también en un «sinsentido común» que funciona como vínculo de unión alternativo y que ha adquirido carácter probatorio para muchos. Hay infinidad de sujetos que nos sorprenden por la facilidad con que transforman sus mentiras en convicciones que nos intentan inculcar o defienden para sí mismos.
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En cualquier caso, cuando afirmamos que un hecho íntimo es verdadero, percibimos que en ese reconocimiento se infiltra precisamente la mentira y el defecto. Por eso nos inquieta tanto que alguien nos avance que va a ser sincero. Con esa declaración nos anuncia que podría no serlo. Es una figura retórica que causa inseguridad pero que resume bien la escasa frontera que separa la mentira y la verdad. Una franja que no ha dejado de estrecharse y encoger con el paso del tiempo. La verdad es cada vez más impotente y menos verdadera.
La conclusión es sofocante, porque nos obliga a reconocer que no es tanto la mentira la que gracias al homenaje de la verdad queda desenmascarada, sino la verdad la que de tapadillo encubre y disimula la engañifa que nos profesamos.
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