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Nos sorprendemos ante el boyante voto a favor de propuestas totalitarias, pero quizá no haya que asombrase tanto. El mapamundi está repleto de dictaduras y democracias autoritarias. Lo realmente sorprendente, conociendo el patio, sería que no evolucionáramos así. Las democracias profundas, por no decir verdaderas, ... que es palabra gastada, cuesta consolidarlas. A veces parecen existir para despertar a los absolutismos de su vagancia.
A Cicerón, defensor de la República, le cortaron la cabeza y las manos para exhibirlas en la tribuna de oradores del pueblo romano. El admirado imperio de Roma era un radiante ejercicio de mando sobre las legiones y sobre el resto de los ciudadanos. Una soberanía despótica y cruel sostenida sobre la esclavitud y las virtudes viriles. Y el no menos admirado reino de la Iglesia, se guiaba por la imagen del pastor y sus ovejas. Dos ejemplos que ilustran bien el cariz de nuestros ideales, tan bien ilustrados por la «servidumbre voluntaria» de La Boétie, el lobo de Hobbes o las pulsiones freudianas. A los 74 años Freud escribió una frase que refleja bien su conclusión tras décadas de estudio del corazón humano: «Este ser extraño no sólo es en general indigno de amor, sino que, para confesarlo sinceramente, merece mucho más mi hostilidad y aun mi odio. No parece alimentar el mínimo amor por mi persona, no me demuestra la menor consideración. Siempre que le sea de alguna utilidad, no vacilará en perjudicarme, y ni siquiera se preguntará si la cuantía de su provecho corresponde a la magnitud del perjuicio que me ocasiona».
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Los enemigos de la democracia tienen la ventaja de que, si no se les deja votar, se rompe la democracia, y si votan, a lo mejor acaban ganando. No es un enigma que los más necesitados y más vulnerables voten a quien les va a empobrecer y debilitar más. No es un misterio sino un hecho congruente. Responde a la necesidad natural de destruir y autodestruirse. Y también es una protesta ante el fastidio del presente, una propuesta de cambio y novedad. Las contrarrevoluciones son tan lógicas como las revoluciones. No es incoherente elegir de preferencia a quien machaque y nos machaque. La libertad humana es demoníaca, escribió Kant, añadiendo que la guerra no necesita motivos e impulsos especiales, porque parece injertada en la naturaleza humana.
Hace unos años, en un pueblo cercano donde solo quedaban dos habitantes, de buenas a primeras se acuchillaron. Caín y Abel, los primeros hijos de la humanidad, se reencontraron en ese terruño de secano. Solo tenían ante sí dos posibilidades, o independizarse y declarar la guerra a los poblados vecinos o, como en el cuadro de Goya, emplearse a garrotazos. De la tercera posibilidad, llamada concordia, ya estaban hartos.
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