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Una corrida de toros no comienza con los clarines y con los timbales, no comienza cuando el alguacilillo cierra la puerta de la plaza y entrega las llaves al torilero y ni siquiera empieza con el paseíllo de las cuadrillas. Una corrida de toros es una liturgia que comienza desde que te levantas. O quizá desde que naces. En cualquier caso, yo ya estoy nervioso desde el día anterior y, cuando me acuesto y cierro los ojos, solo veo un morlaco que se llama 'Avispado', que pesa seiscientos kilos de miedo negro y que derrota mejor por el pitón izquierdo que por el derecho. Le recibo, le someto, le voy templando y me quedo dormido en ese encuentro entre el hombre y la bestia, entre la vida y la muerte, entre el día y la noche. Por eso, cuando despierto, me da en la cara el primer rayo de sol y, por fin, me doy cuenta de que no es miércoles, sonrío y brindo la faena nocturna a mi gata, que me mira como miran los del 7. La estoy enseñando a embestir, pero nada. Su actitud está más cerca del batallón Wagner que de un Núñez del Cuvillo.
E inmediatamente hay que ponerse en torero, levantarse en torero, ir de la ducha a la habitación galleando con la toalla, pegar tres chicuelinas de cartel en el pasillo y rematar con media verónica a la altura del armario. Y allí levantar la mirada poco a poco, gradualmente y un desplante mirando la foto del maestro Antoñete. Y a elegir la ropa como si el mundo se fuera a acabar. Yo no llamo a mis amigos para que me ayuden a vestirme de milagro, como si fuera yo mismo el que fuera a torear. Aunque para ir a los toros hay que optar por imitar todo lo posible a Carlos Espinel, clonar sus movimientos, la clase exquisita del esteta que es y asumir sus formas de sabio de guardia. Y si Dios no te ha bendecido, como a él, con el don de la elegancia, al menos no le castiguemos con el dardo del look costero. Sobra con una camisa blanca -pero muy blanca, como las de los anuncios de detergentes-, una americana azul marino y un calzado que no deje ver los deditos, que ni somos alemanes ni esto es Salou. Y a salir de casa caminando muy despacito, metiendo un poco las puntas para adentro, vaciándose en cada movimiento y gustándose en la poesía del gesto lento. Hay que leer El Norte también en torero, luego enrollarlo debajo del brazo y, como Juncal, ir al Paseo de Zorrilla para ver cómo ha amanecido la plaza. «Buenos días, preciosa. Dicen que todas las plazas son redondas, pero tú naciste redonda». Y fisgar un poco por allí, poner la oreja a ver qué se dice, qué se cuenta, que si el sorteo, que si el ganado, que si no queda papel para la sombra. E imitar un poco a Fernando Fernández Román: «Muy buenas tardes desde el vallisoletano coso del Paseo de Zorrilla. Seis astados seis de la ganadería de Garcigrande para los diestros Alejandro Talavante, Emilio de Justo y Andrés Roca Rey en esta segunda de abono de la Feria de San Pedro Regalado». Y yo ahí ya me vengo arriba y no sé muy bien qué hacer. Me pongo un poco nervioso, camino de un lado a otro, paso a saludar a los duendes por la antigua plaza, la del Viejo Coso, miro las raíces de ese árbol que muestra nuestras raíces, imagino un pasodoble, me tomo veinte cafés, vago despistado por las calles del centro hasta que, por fin, es el momento de beber vino sin autorreproches.
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José F. Peláez
José F. Peláez
Y empezamos a soñar con la tarde, a ver si Talavante está inspirado, a ver cómo ha vuelto, a ver si el ganado empuja, etc. Y a comer con Picón al Trébol, pero como si fuéramos poetas y el dinero solo fueran, durante un rato, fichas del Monopoly al servicio de la alegría. Porque a los toros hay que ir con un poquito de ayuda en forma de Jerez, algo que te predisponga al asombro, al arte, algo que extreme la sensibilidad y que eleve esa liturgia a consagración mística. No se puede ir a los toros como quien va a una cola en Usos Múltiples. Y cuando vas llegando empiezas a ver que estamos los de siempre sonriendo y esperando el milagro. Porque todos venimos de la misma comida y del mismo vino. Y, por un momento, somos niños que, en la noche de reyes, vuelven a creer que los milagros son posibles. Y los bares de al lado de la plaza se convierten en una escena costumbrista y mitológica, en un lugar de encuentro y en uno de los pocos espacios públicos donde todos hablamos con todos. Y el Pepe's se vuelve 'El Cossío'. Allí me encontré hace no mucho a Luguillano -que no me lo toquen- y le dije que un día le tuvimos que defender de una crítica y me dijo: «Ya, supongo que te dirían lo de siempre, que tengo mucho valor pero que me falta arte, ¿no?». No se puede ser más grande.
Conviene entrar con tiempo, ponerse cerca de los mayores, escucharlos y aprender. Ellos son la historia de nuestra plaza y no hay un solo día en el que no salga de allí sabiendo algo nuevo. Eso y con un pinzamiento en las lumbares porque no creo que haya un tendido más molesto y una plaza más incómoda que la nuestra. Pero da igual. Si cierras un poco los ojos y escuchas a la banda municipal de Íscar tocando los acordes de 'Gallito' se te pasa. Y puedes sentir, de paso, todas las ausencias, recordar a todos los aficionados que hemos tenido cerca y que nos han ido dejando. Y a nuestros abuelos. Su hueco permanecerá siempre sin llenar y su recuerdo siempre vivo. Y me acuerdo de cosas, de aquella encerrona de Joselito, de esas dos orejas de Morante descalzo y matando sobre el tercer aviso, de esa tarde de Manolo Sánchez y Espartaco triunfando bajo una inmensa lluvia, de aquel Luguillano exquisito, de las primeras visitas de un Juli menor de edad, de Roberto Domínguez, de Manzanares padre, de Leandro Marcos dejando claro a José Tomás quién de los dos era el bueno, del homenaje a Víctor Barrio y de todas las tardes -desgraciadamente no son muchas- en las que hemos conseguido triunfar. Porque cuando triunfa un torero de verdad, triunfamos todos. Y todos salimos a hombros y en nuestros ojos brillan los alamares y el sol del ocaso. Y salimos de los toros hechos polvo, con los nervios destrozados, la adrenalina bailando la conga y muchísimas ganas de comentarlo todo, que es volver a vivirlo.
Ver toros en Valladolid no es como verlos en Madrid o en Sevilla, eso está claro. Pero esta plaza es la nuestra y hay que defenderla. Hay que ir, hay que soñar siempre con que esta vez puede volver a suceder y caminar el Paseo de Zorrilla de vuelta a casa con una sonrisa de oreja a oreja y los lagrimales crepitando. Y acabar el día como lo empezamos: en toreros, en artistas, habiéndonos apeado un rato de la mediocridad de un mundo plano y con la sensación íntima de haber vivido, por fin, un día, un solo día, con la verdad por delante.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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