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El Jueves Santo mi familia recorría siete iglesias y en cada una de ellas rezábamos siete padrenuestros y siete avemarías. Entre tanda y tanda, una letanía: - «Viva Jesús sacramentado. Viva, y de todos sea amado». Esto se supone que es tradición en Valladolid, arreglarse un poco y visitar los monumentos de las iglesias. Digo que se supone porque no conozco a nadie con menos de ochenta años que lo siga haciendo, así que supongo que ya no es tradición. Simplemente lo fue. De hecho, ni siquiera nosotros podemos hacerlo, hay una parte de la familia que es cofrade y nos resulta imposible juntarnos la tarde del Jueves Santo. Así que otra cosa que se pierde. Como lo de arreglarse. Y como lo del silencio, otro mito que se ha ido con el tiempo, aunque sigamos repitiéndolo para no enfrentarnos a la realidad de la progresiva vulgarización de nuestra Semana Santa.
Una ruta normal comprendía San Andrés, La Antigua, Angustias, Vera Cruz, San Benito, Jesús, Santa Ana y Santiago. Que sí, que ya sé que son ocho, pero rara vez se consigue entrar en todas, algunas colas son interminables. Así que también teníamos en mente San Martín, San Felipe Neri, las Calderonas o ese pequeño oratorio que hay en el Monasterio de la Concepción, situado en la calle del mismo nombre. Además, lo de que tengan que ser siete tampoco es exacto, no somos de Baviera y a veces hemos recorrido más. A veces, menos. Lo realmente importante era terminar con un chocolate. Y luego a esperar las procesiones de por la noche hasta que, irremediablemente, los pequeños caían dormidos en los brazos de sus padres e iban a casa mecidos por el ritmo de alguna marcha interior.
Y el día siguiente el pregón, que era al Viernes Santo lo que la Marcha Radetzky al Año Nuevo. Se oía por la radio con respeto. No diré que con devoción ni con fervor porque en casa somos creyentes, pero no meapilas. Se oía como se oyen los saltos de esquí en medio de la resaca de Nochevieja, que, por cierto, solía ser como la de la Playa del Sardinero. Y a pasar el día con un potaje de garbanzos y espinacas. Y por la tarde a ver la procesión general, que entonces me entusiasmaba y que ahora me parece larga y aburrida como el desfile de clausura de los Juegos Olímpicos. Uno tiene la sensación de que las cofradías lo hacen obligadas, sin ilusión, para cumplir. Cuando realmente lo dan todo es en sus procesiones, en sus barrios, que es donde más brillan. Entre ellas nunca me perdía las del Cristo de la Luz, Angustias, Nazareno y el Encuentro. Hay mucho más, pero el tiempo es limitado.
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José F. Peláez
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Y, volviendo a Viernes Santo, muchos años hacíamos fotos. Eran fotos de verdad, de cámara antigua y carrete de 24, nada que ver con la compulsividad del móvil. Y luego un concurso que, habitualmente, me dejaban ganar, aunque todavía recuerdo una instantánea del Yacente que posiblemente mereciera un Pulitzer. Yo siempre quise ser cofrade, pero nunca fui capaz de elegir cofradía. Me sentí muy tentado por las Siete Palabras y por Angustias, pero siempre había un amigo de Pasión, de Vera Cruz o del Nazareno que intentaba comerte el tarro. Y mi padre tirando para el Despojado, la del barrio. Y luego mi hija, de La Luz. Y los Franciscanos. La cosa es que nunca he sabido salir de esa duda. Mientras analizaba sus plantas, sus pasos y su historia llegábamos a junio. Fin del fervor. Otro año más sin hacerme cofrade. Creo que, si por mí hubiera sido, me habría hecho de Siete Palabras, que es el momento litúrgico más impactante de todos: los últimos pensamientos de un hombre martirizado antes de volver con su Padre. Todas las palabras tienen una carga espiritual mayúscula y además el antiguo sacerdote de Santiago, don Felipe Gago era amigo de la familia, me bautizó y me confirmó.
Pero no pudo ser. Y ahora, en parte, me alegro. No ser de ninguna me ha permitido respetar a todas, ser libre, vivir la Semana Santa de forma independiente, alejado de las trifulcas internas y, sobre todo a mi manera, moviéndome, brujuleando sin compromisos, haciendo el zascandil y perdiéndome en una ciudad que es un museo en su día de fiesta, el día de puertas abiertas a la hora del ágape de la fe y de la esperanza.
Yo sé que lo que voy a decir no tiene un pase teológico, pero yo creo que sin bar no hay hermandad, sin diversión no hay penitencia, y sin esta capacidad de confraternizar, de unirse y de convivir, no hay Semana Santa. Se trata de encontrarse entre estación y bar, que es otro lugar santo. Si hay algo que me encanta es entrar en los bares cofrades cuando están dentro los de una cofradía y escucharlos. Todas son iguales, dicen lo mismo, se quejan de lo mismo, se reprochan lo mismo y están orgullosas de lo mismo. Y mientras tanto caen las cañas de cerveza y los montaditos. ¡Da gloria verlos! Así que, en una versión libérrima de Tolstoi, afirmo que «todas las cofradías felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera».
Porque rezar está bien, pero el vino tampoco está mal. La meditación es imprescindible, pero la fe está en la calle. La reflexión es necesaria, pero el encuentro con el otro es la base de nuestra religión. Estamos aquí para adorar a Dios, sí, pero también para amar al prójimo. Mi manera de entender la Semana Santa pasa tanto por la reflexión como por la amistad, está tan cerca de la oración como de la celebración y no hay ninguna talla en el mundo que pueda sustituir a una persona humana, a una persona de carne y hueso, a un hijo de Dios. A ellos nos debemos. Por eso, como casi siempre, la clave está en saber compaginarlo todo. Eso es lo que me enseñaron a mí: ir de procesión en procesión, callejear, buscar el lugar, el punto de vista, estar en movimiento. Y alternar una procesión con un vino, una oración con una tapa y una plegaria con un abrazo. Así lo hemos vuelto a hacer y ahora que acaba solo queda esperar un año para volver a encontrarnos en el corazón de una ciudad que cada año se encierra orgullosa en sí misma.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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