El compás nunca cierra los círculos
Vallisoletanías ·
Tiene un punto de hogar, de kilómetro cero, de guarida, de cruce de generaciones y de ideologías. El Compás es España tal y como debería ser, un lugar de respeto y cortesíaVallisoletanías ·
Tiene un punto de hogar, de kilómetro cero, de guarida, de cruce de generaciones y de ideologías. El Compás es España tal y como debería ser, un lugar de respeto y cortesíaEl Compás es un cuadro de Hopper, pero visto desde dentro. En concreto es 'Nighthawks' que, en español, sería algo así como 'Noctámbulos'. Y creo que, por eso, Toño lo tiene colgado en la pared desde hace años en una especie de auto homenaje, de ' ... matrioska' de barras de madera y soledades paralelas. Hay algo de literatura en ese cuadro como también hay algo de literatura en El Compás, algo de novela negra que te hace pensar que allí está a punto de suceder algo, una despedida, un asesinato o un enamoramiento, si es que todo lo anterior no fuera, en realidad, lo mismo. Pero, al final, nunca sucede nada. O, quién sabe, quizá sucede todo y durante todo el tiempo, porque, cuando no pasa nada, es la vida lo que pasa, la vida con malas cartas, las ojeras de los lunes, el tráfico rodado de un jueves por la noche cuando ha llovido y los charcos brillan, el café de cápsulas, la ginebra del numerito, un temazo de los Eels. Y una señora que va a coger al niño en el Colegio, un poeta contando sílabas con los dedos, un psiquiatra y un catedrático. Sí, es una novela negra pero americana, no sueca. No hay noche cerrada sino atardeceres. Y no hay 'death metal' sino un jazz que te deja los ojos entornados, como si nunca fuera a irse ese crepúsculo.
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En el cuadro de Hopper, la luz del bar ilumina las afueras de un mundo solitario y distópico. Y tiñe el negro de la noche de verde quirófano, verde sargento, verde tapete, verde fracaso. El Compás, lo contrario: ilumina la oscuridad de verde terciopelo, verde Raso de Portillo, verde trébol de cuatro hojas, verde limón de Novales, que sé yo que se los lleva desde El Campillo Manolo, el de Cerezo, y que le dan al gintónic un aroma sagrado, amargo y místico. Pienso que el gintónic de El Compás debería ser denominación de origen, la verdad. Y no sé si es por esos hielos, por esos vasos tan característicos o por la mano de Miguel, que es Panorámix antes de las canas y que no pone copas sino pócimas. Y las pone con esa voz como de acabar de conquistar Tucumán, que es la voz con la que Arquímedes dijo «Eureka» y con la que el médico dice: «Es benigno». Yo, cuando digo a mi hija que «todo va a salir bien», lo hago imitando la voz de Miguel, para parecer más rotundo. Pero es que, cuando escribo, también me leo con su voz, no sé por qué y tampoco sé si eso hace de mí un ventrílocuo o solo un aprendiz de Monchito. En cualquier caso, me llevo unos chascos terribles porque luego salgo de nuevo a la vida y esta no viene con la voz de Miguel sino con una mucho más vulgar, digamos que la de Pilar Rahola. Y ahí fuera no te tratan como Toño y esa cadencia calmada que tiene, como de entrenador italiano a punto de ganar su tercera Copa del Mundo, sino como una verdulera histérica. Digamos que Pilar Rahola.
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José F. Peláez
José F. Peláez
Es sabido que un gran pintor omite lo que uno mediocre cuenta de inmediato. Y hemos quedado que El Compás es un lienzo, así que ya podemos entender por qué no tiene pasado ni futuro. Es porque oculta lo que acaba de pasar, porque pone un velo en lo importante y te deja con las ganas de averiguar lo que viene después. Solo te muestra el agujerito que has elegido, la foto fija de un instante, un segundo congelado con la luz caliente de un halógeno. Y, encima de la caja, un tipo que a veces parece Salman Rushdie y, a veces, Jesús Quijano, pero que siempre es Julio Cortázar, así que fuera, en la terraza, pintamos una Rayuela para recordar que, ahí enfrente, en el Sanjo, una vez jugamos y soñamos con un futuro que, definitivamente, no era este. Pero me gusta ver mis recuerdos desde El Compás, imaginar desde la terraza que esa ventana de enfrente da a mi clase de COU o que esa otra es la habitación de algún jesuita que tuvo la mala suerte de encontrarme en su lista de alumnos. Pido perdón, de modo general. Y seguimos, porque hay también un baño con una puerta de esas como de 'saloon' del oeste, que cada vez que lo cruzo me entran ganas de preguntar por un tal Harry o un tal Jimmy y advertirles que pongan el revólver en la mesa y las manos donde yo pueda verlas mientras, de fondo, suena un piano de Honky Tonk y le digo a Toño algo así como que «las mujeres rápidas y los caballos lentos tienen en común que nunca están cuando los necesitas». Y él asiente con naturalidad y el rostro hierático, como si hubiera llegado a la misma conclusión hace un par de minutos. Y huyo en un tren a Oklahoma dejando una nota muy críptica en la que ponga: «El hombre al que buscáis no va en ese tren: dejó de existir hace tiempo».
Y tiene El Compás un certamen de relatos que ya me he cansado de perder, así que he cambiado de objetivo, quizá sea más fácil ganar el Nobel. Pero, sobre todo, tiene un punto de hogar, de kilómetro cero, de guarida, de cruce de generaciones y de ideologías. El Compás es España tal y como debería ser, un lugar de respeto y cortesía, un punto de encuentro de periódicos abiertos y conversaciones cerradas desde el cual se abarca todo, como haciendo un círculo que acoge sin etiquetar. Coño, creo que acabo de entender el nombre, he tenido una epifanía: El Compás hace circunferencias que nunca se cierran del todo. Y traza arcos sin flechas. Ni indios ni vaqueros.
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En Madrid no encuentro nada parecido y lo echo en falta. Cuando salgo de una comida allí y buscamos un sitio para tomar algo, lo que busco mentalmente es 'El Compás'. Y, claro, no lo hay y me frustro. Y si lo hay, está lleno de gente que no es como la de 'El Compás'. Y lleno de música que tampoco es la que debería sonar. Y la luz, es diferente. Y los camareros no me reciben con cariño. Y, entonces, pienso que es mucho más sencillo dejar de buscar, cogerse el primer AVE y después un taxi y directo hacia la esquina que tiene Hopper entre La Merced y Pedro Barruecos, entrar sin dar muchas explicaciones, como si no hubieras recorrido doscientos kilómetros para sentarte en el único sitio en el que las tardes son como deberían ser, saludar como si pasaras por allí y pedirte lo que sea, porque, en realidad, da igual. Y leer el periódico en el único lugar en el que nunca salgo. Los muy cabrones me recortan. Ya dije que un gran pintor omite lo que uno mediocre cuenta de inmediato.
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