![Oda al lechazo asado](https://s2.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2023/03/17/vallisoletanias_45.jpg)
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Para un vallisoletano el lechazo no es un alimento más, algo como pudiera ser, qué sé yo, una lata de mejillones, un manojo de puerros, una pera. Esto otra cosa, es algo que trasciende lo meramente organoléptico para alcanzar una dimensión espiritual, que es la dimensión que alcanzan todas las cosas que merece la pena. Y, además, si se tratara sólo de comer existen las barritas de cereales, los sobres de proteína y esas pastillas que te aportan todo lo que necesitas para sobrevivir en el espacio como un protozoo. Lo que nunca viene en botes, en sobres ni en pastillas es la felicidad. Y por eso tenemos que crearla de la nada, como alfareros. Y como además no somos jilgueros que coman alpiste ni autómatas con un motor a pilas sabemos que ninguna forma de felicidad ataca tantos puntos como un lechazo asado en horno de leña, servido en una cazuela de barro y acompañado de pan blanco, de vino tinto y de una ensalada mínima y austera como un empate a cero. Ya está, esa es la esencia absoluta de nuestra tierra: uvas, trigo, leña, barro y adobe. Nada más, eso es lo que somos y eso es lo que hacemos: trascender desde la pobreza absoluta.
Comer lechazo es, por lo tanto, un ritual, una liturgia, un homenaje y una conexión trascendente con nuestra tierra y con nuestros genes. Una llamada de la sangre, como el cuerno de Gondor, pero desde dentro. Desde el corazón. Por eso, en Valladolid, la amistad se celebra con lechazo, la familia se encuentra delante de un lechazo y para celebrar un éxito nos comemos un lechazo. Los fracasos, cuando llegan, también con lechazo. Porque un fracaso así es menos y después de un cuarto delantero te das cuenta de que casi todo daba, en realidad, igual. Los reencuentros, los homenajes y la hospitalidad se basan en el lechazo, los días especiales, los eventos importantes y las fechas señaladas se celebran con lechazo. Si viene una visita de fuera, lechazo. Si se van, lechazo. Y el motivo es atávico: en tierra de pastores, matar un lechazo es un lujo, un sacrificio que implica renunciar a la leche y el queso de mañana a cambio de honrar a la vida hoy, de dar lo mejor que tienes y de renunciar a lo racional para entregarse a lo simbólico. Es, de algún modo, una ofrenda muy similar a la de los judíos en la Pascua y, sin duda, con referencias al cenáculo. Y, por eso, ese olor que notas al entrar a un asador no es solamente un olor apetecible. Va más allá: es un activador de recuerdos, de orgullo, de sentimientos, de sensaciones, una manera de invocar a los que ya no están, una apelación a algo que ha vertebrado una vida de principio a fin y un catalizador de emociones a las que no podemos permitirnos renunciar. El día que perdamos la emoción ante un lechazo asado o prefiramos unirnos ante un arroz con gambas, estaremos perdidos como pueblo. Seremos una tierra derrotada, humillada y vacía. Que no digo yo que el arroz esté mal. Solo que el día que rompamos la cadena de sentimientos y los niños cambien una comunión con lechazo por un 'brunch' con aguacate, payasos y fuegos artificiales habremos roto algo para siempre. Y ese algo es el eslabón, porque la repetición es la madre de la tradición y una vez se rompe, se rompe para siempre. Y ya no habrá recuerdos en esos niños, ni recuerdos que unir a momentos ni lugares aspiracionales, solo una comida circunstancial y sin significantes. No se les anclará un olor al hipotálamo, solo será un aroma que no les recordará a momentos irrepetibles. El lechazo será solo una opción, como las codornices escabechadas o el pollo al ajillo. Y tendremos una generación que no sentirá la profunda felicidad que hemos sentido los demás delante de un lechazo.
Porque qué quieren que les diga, a mí un lechazo me hace profundamente feliz, cuando quedamos para comer un lechazo estoy nervioso desde por la mañana, lo preparo como un acontecimiento extraordinario. Y es que lo es, qué narices. Nadie improvisa un lechazo, esto es una cosa que se hace con premeditación, alevosía y con un estado de ánimo predispuesto al abrazo y a la alegría. Por eso, cuando por fin te sientas, partes el pan, sirves el vino y ves cómo viene esa cazuela de barro humeante pues ya pueden venir problemas de todos los colores que en Valladolid los recibimos uno a uno y a porta gayola. La vida es poco más que esto y mientras tengamos una mesa, un lechazo y un amigo con el que compartirlo, todo tendrá un poco más de sentido. Las caras se llenan de sonrisas y en esas sonrisas se resume el mundo porque es imposible estar triste comiendo un lechazo, es el mejor antidepresivo que conozco, una fábrica de serotonina de efecto lento. No hay nada mejor que crear alegría y arte con lo que la tierra nos da. Y entonces ves cómo las copas se chocan y cada uno adopta el rol que le toca en el teatro. Hay una especie de orden natural para ver quién sirve que todo el mundo conoce pero que nadie ha marcado jamás. Si estamos en familia sirve mi madre. Pero si estamos entre amigos me suele tocar hacer los honores. Y ya sé qué parte prefiere cada uno, así que le doy las chuletillas con un guiño al más pequeño y me quedo con lo que haya quedado al final. Pero lo hago feliz, daría un brazo por ver una y otra vez esas caras de alegría desbordada, esas pupilas crepitantes, ese calor que entra por dentro y esa tertulia calmada e indefinida que se crea después. A Peyo y Aloña, que son de Burgos y San Sebastián respectivamente, les da la risa cada vez que vienen a ver a la Real Sociedad y nos ventilamos un lechazo. Es literal: se ríen como niños y aún recuerdo el día que a Maritxu se le caían las lágrimas con una sonrisa como diciendo: «¿Pero qué tipo de magia es esta? ¿Cómo me lo he podido perder hasta hoy?». Un día tuvimos que elegir entre lechazo o partido y ni siquiera hubo debate. Y da igual La Parrilla, que El Figón que Don Pelayo. En realidad, todos saben extraordinarios, qué quieren que les diga, a mí me gusta el lechazo de Valladolid, por mucha fama que tenga el de Aranda. Y después, da igual, todo cobra sentido y todo encaja. Y los niños ya pasan de Disney, de princesas cursis, de bailes idiotas y de pollo frito y solo quieren lechazo, Castilla y recuerdos. Hay que conocerse para entenderse. Hay que construirse desde dentro para poder salir hacia fuera sin pretensiones de nuevo rico y sin estirar el meñique al porvenir. Y a ser posible sin gravedad: sobra con cuatro amigos, algo de familia y bastante vino. Ya se lo saben. Y, por Dios, no dejen que acabe nunca.
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Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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