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Hay un regodeo en la derrota, una tendencia al sufrimiento masoca, que en algunos casos alcanza cotas casi artísticas. Hay quien bucea en busca de ... su límite inferior como si allá abajo aguardara el trampolín ese de «a peor no se puede ir, así que solo queda mejorar». En el fútbol, ese afán lo representa el Barcelona, que cuando entra en barrena se acuchilla a sí mismo en todos los frentes: deportivo, judicial, económico. Con maestría. Un muestrario de puñaladas autoinfligidas dolorosas pero no mortales. Un arte de la autotortura que solo se entiende si es que desemboca, cuando cicatrizan las heridas, en un éxtasis plus ultra. Un placer equivalente a aparear el orgasmatrón de Woody Allen con un satisfyer de última generación. El erotismo de la mortificación.
En política, el autosadismo tiene color naranja desvaído. Desde que Albert Rivera se llevó por delante la cordura y abonó los extremos, todo ha sido una concatenación de insensateces. Trapichear en unas primarias autonómicas; ningunear a tu vicepresidente en Castilla y León por puro rencor personal; volcarse hacia un lado ideológico y vaciar el otro, el que te permitía definirte como partido de centro; navajear entre propios por gobernar los restos del naufragio.
Y ahora, a cien días de las municipales, permitir que políticos con carné naranja te monten plataformas con otras siglas y absorban la marca, y de paso amenazar al único procurador de Ciudadanos que te queda mientras sigues sin candidato en Valladolid, Ávila, Soria, Segovia, Salamanca... «Voy a ser el epílogo de Ciudadanos», calculaba Igea para el 28 de mayo. Pero puede que esta vez tanta herida acabe por desangrar al partido antes de esa fecha. Que al fondo del pozo no haya un trampolín, sino una mortaja.
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