Buenos días, tristeza; buenas noches, vergüenza
«El progreso abundaría en la tranquilidad de una mujer cuando recibe señales de afecto sin que estas oculten intenciones de sometimiento»
La tristeza ha tomado las calles. Se ha hecho con el ritmo de todas las pisadas, con el tono de todas las conversaciones. La ciudad ... es suya. También ha acaparado todos los silencios que hoy despiden bocanadas de una tristeza mayúscula. En nuestro caso, además de harto conocida, es de secano y duele con cada respiración; la tristeza que se repite una y mil veces ya sin que seamos capaces de detener el motor infame que la propaga.
Qué vergüenza.
De nuevo, Valladolid llora y se hace una y otra vez la misma pregunta. No nos acostumbraremos jamás a esta tristeza tan áspera y asfixiante como un puñado de ceniza en la boca. Nada que ver con otras, sofisticadas, que se desmadejan a través de la literatura. No, la nuestra no es una tristeza consagrada al culto ególatra de la personalidad, a la insatisfacción aburrida de esta civilización que se cree en constante progreso aunque mantenga un hedor primitivo. Tampoco es una de esas tristezas que brotan de la fatalidad y que acaban propiciando cavilaciones elaboradas en torno al destino, a la fortuna y al sentido de la vida. Porque esta tristeza nuestra, tan fría como el silencio que se produce cuando todas las palabras han huido ya despavoridas, pero tan ardiente como el oprobio compartido de una civilización que falta en lo elemental, es también una tristeza gratuita y evitable; el resultado de una perversión atávica y persistente de dominio en la relación entre hombres y mujeres que aún hoy se mantiene protegida por el desdén indecente y el desencuentro social.
Qué vergüenza.
El progreso, si realmente anduviera entre nosotros, consistiría también y de manera rutinaria en la seguridad de una niña que le da la espalda a la pareja de su madre sin la necesidad de plantearse siquiera la posibilidad de que corre peligro. El progreso abundaría en la tranquilidad de una mujer cuando recibe señales de afecto sin que en modo alguno pueda concebirse la posibilidad de que acaso oculten intenciones de sometimiento y de amenaza. ¿Es esto mucho esperar de una sociedad sana y avanzada?
El perfil de los hombres miserables que se cuelan por el resquicio del amor fue bien retratado por Charles Laughton en La noche del cazador gracias a aquel siniestro personaje, interpretado por Robert Mitchum, llamado Harry Powell: un depredador y predicador que acostumbraba a encandilar a la concurrencia mostrando las dos palabras que tenía tatuadas en sus nudillos: «amor», en la mano derecha; «odio», en la mano izquierda. Su palabrería convencía a casi todos de que la historia de la humanidad se resume en el duelo inacabable que se mantiene entre el bien y el mal en el interior de toda persona. Ambos luchan constantemente para hacerse con el control de su voluntad y de su alma. Powell recurría habitualmente a la escenificación de su pantomima para representar un pulso dramático y esforzado entre sus dos manos para probar que, aunque el bien puede vencer, no sin esfuerzo, lo hará sin garantías; y que el hombre, a fin de cuentas, habrá de ser un héroe si es capaz de ayudar a la victoria del bien. Pero solo será una víctima si, por el contrario, sucumbe a la imbatible fortaleza del mal.
Muchos creen que nos invade hoy la tristeza por esa suerte de duelo impredecible entre el bien y el mal, tal y como pretendía hacer creer el asesino de mujeres y niños Harry Powell y cuya falacia persiste en que el hombre está a merced de esas fuerzas antagónicas, a veces incontrolables. Sin embargo, esa lucha, en realidad, es impostada, al igual que el pulso de Powell con sus dos manos; tan falsa como jugar al ajedrez contra uno mismo; tan pueril como hacerse trampas al solitario.
Qué vergüenza.
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