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Jesús Ferrero
Coronavirus y la vuelta al cole: Aulas como polvorines

Aulas como polvorines

«Convendría que, si a fecha de hoy no hay certeza de que el curso pueda comenzar de modo presencial con garantías en septiembre, (...) se disponga con carácter preventivo un prudente retraso del comienzo»

Ángel Ortiz

Valladolid

Domingo, 16 de agosto 2020

EL virólogo Raúl Ortiz de Lejarazu, al que hemos recurrido como experto en El Norte de Castilla en numerosas ocasiones, escribía este viernes en una red social: «La mejor desinfección en infecciones respiratorias es observar las normas individuales de seguridad y los tiempos de cuarentena necesarios. Ninguna otra mantendrá a raya un virus respiratorio que es transportado por las personas. Los humanos somos el vector y la víctima». Desde que comenzara esta terrible pandemia esto es así, nada ha cambiado sustancialmente. No existen evidencias concluyentes de que el patógeno haya perdido letalidad ni capacidad de contagio. Tampoco de que la edad, la raza, el sexo de los huéspedes u otra circunstancia represente un freno para esa capacidad: niños, abuelos, hombres, mujeres, rubios, morenos, todos contagian más o menos igual y por las mismas vías… Así que nos enfrentamos, a grandes rasgos, a la misma amenaza que en marzo. Sin fármacos que traten la covid 19 ni vacunas que nos inmunicen del Sars-Cov2.

Cualquiera diría, a la vista de lo que estamos viviendo estas semanas como extensión a escala nacional de la segunda oleada de la pandemia, que semejantes perogrulladas forman parte de algún sofisticado tratado científico, de sesudas investigaciones o formulaciones de especialistas. No. Solo el sentido común y las pocas certezas de que disponemos respecto del comportamiento del virus y sus efectos sobraban para adivinar que, si relajábamos las medidas de vigilancia y prevención ya descritas, como por desgracia ha sucedido, todas ellas de sobra conocidas y divulgadas, íbamos a encontrarnos a las puertas de septiembre y del inicio del curso escolar así: en medio de un más que probable nuevo desastre sanitario.

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Ya no vale decir que no se podía saber qué pasaría, como cuando desde el Gobierno de España se aseguraba que con la información de que se disponía en febrero o marzo no se hubiese podido hacer mejor. Hubo países que lo hicieron y lo siguen haciendo mejor. Ya no vale repetir que hemos vencido al virus ni que saldremos más fuertes o más unidos (no, saldremos más divididos y débiles; por lo menos, más débiles que ninguna otra economía europea, según hemos sabido esta misma semana). Tampoco se sostiene que las estrategias de comunicación ni educación de ninguna de nuestras administraciones, todas pacatas hasta el extremo, temerosas de que la ciudadanía conozca de verdad y de cerca qué supone la muerte de más de 40.000 personas, hayan dado resultado: la población solo parece reaccionar a las prohibiciones y, con el mismo egocentrismo de sus responsables políticos, trata de sortearlas como el que se salta un ceda el paso o cobra un trabajo sin iva ni factura. Sálvese quien pueda y cada cual a lo suyo.

En España no hemos tomado conciencia del tamaño y profundidad del desafío colectivo al que nos enfrentamos y por eso vamos a pagar cara nuestra soberbia e ignorancia. Finalmente, aunque suena ridículo expresarlo así, lo cierto es que sabíamos que, como siempre desde ni se sabe cuándo, el curso escolar y el universitario comienzan justo después del verano y, por consiguiente, que la disciplina al situar barreras de transmisión en esas fechas iba a determinar en qué punto de control –o descontrol más bien– de la pandemia llegábamos a septiembre. Llegamos muchos pasos por detrás del virus, pues no hay ejército de rastreadores que sea capaz de perimetrar el contagio en una comunidad humana que, como la nuestra, estimulada por el marketing y el voluntarismo sectorial y partidista, nunca lo ha conocido ni respetado lo suficiente.

«En España no hemos tomado conciencia del tamaño y profundidad del desafío colectivo al que nos enfrentamos y por eso vamos a pagar cara nuestra soberbia e ignorancia»

Consecuencia de todo ello, las aulas de los colegios de toda España, tal y como parece que estaremos dentro de un par de semanas, se pueden convertir en auténticos polvorines si reciben a cientos de miles de alumnos en las condiciones ahora previstas: porque no tendremos la pandemia bajo control, no tendremos una población educada ni consciente, no tendremos equipos sanitarios a pleno rendimiento, al menos anímico, no tendremos profesores, equipos auxiliares ni centros escolares preparados, no tendremos a las familias seguras ni informadas. Una comunidad educativa, en definitiva, dejada a su suerte.

A pesar de ello, a pesar de que el curso escolar es prácticamente el motor de nuestro calendario anual, a día de hoy millones de familias de toda España, también de Castilla y León, siguen sin tener certezas respecto de su comienzo. Lo que sí tienen es un temor, harto razonable, de que un niño enferme gravemente, pues con ser poco probable no es imposible, como se ha comprobado en Tarragona o Cantabria; o de que un alumno o un profesor portadores, y asintomáticos, traigan la enfermedad a casa, silenciosamente. Digan lo que digan, se trata de lo que atinaba a expresar Ortiz de Lejarazu: «Los humanos somos el vector y la víctima». También los niños. O podríamos decir que de manera especial los niños, precisamente porque son niños y su capacidad de respetar una serie de normas sobre higiene y distancias es mucho más limitada que la de los adultos. Tengamos en cuenta, de hecho, el pobre ejemplo que hemos dado los adultos este verano de terrazas, juergas y frivolidades. ¡Como para esperar que ahora los niños de 8, 10 o 12 años usen correctamente una mascarilla o un margen de separación!

Convendría reconocer que este país «ha tocado fondo», como se expresaba el analista político José Antonio Zarzalejos ayer en El Confidencial, también en este aspecto. Convendría que nuestra dirigencia política se armara de valentía y comenzara de una vez por todas a explicar a la opinión pública, a través de las terribles realidades que de nuevo se empiezan a vivir en los hospitales, la gravedad de este virus. Lo otro, ocultar ataúdes, residencias de mayores convertidas en morgues y unidades de críticos colapsadas, no ha funcionado. Y convendría que, si a fecha de hoy no hay certeza de que el curso pueda comenzar de modo presencial con garantías en septiembre, a costa de mantener a las familias y maestros en el filo de la navaja de cuarentenas sobrevenidas, cierres parciales o contagios fatales, se disponga con carácter preventivo un prudente retraso del comienzo. Esta misma semana. Las familias –las que puedan acogerse al teletrabajo y las que no, que son la mayoría; las que puedan disponer de ayuda externa y las que no, que también son la mayoría– tienen el derecho al menos de preparar con margen suficiente un otoño que será complicado como ya no se recuerda. Nos jugamos el curso completo, no solo su arranque. Nos jugamos la vida de miles de personas. Y nos jugamos que en Navidad, si no antes, volvamos a estar confinados tres meses.

«Convendría que nuestra dirigencia política se armara de valentía y comenzara de una vez por todas a explicar a la opinión pública, a través de las terribles realidades que de nuevo se empiezan a vivir en los hospitales, la gravedad de este virus.»

Dos últimas cosas que deberían tener muy en cuenta nuestros representantes políticos: la primera, que en esta vida solo un hijo y su bienestar es más importante que la propia salud; y la segunda, que si el curso escolar acaba sufriendo los desastres organizativos y asistenciales que experimentó la sanidad, los maestros no tienen nada que ver, sindicalmente hablando, con los sanitarios.

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