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Iván San Martín
Recuerdos de Valladolid: El atlas de los olores perdidos

El atlas de los olores perdidos

Vallisoletanías ·

«El mayor cambio ha sido el de la muerte de los olores. No pasaría nada si no fuera porque los olores avivan los recuerdos y activan capas del cerebro que ninguna otra cosa es capaz de avivar»

José F. Peláez

Valladolid

Sábado, 28 de mayo 2022

Uno entra en Severo Fraile, cierra los ojos y viaja automáticamente a su infancia, como si se montara en un tren que rompiera el espacio-tiempo y atravesara sentimientos. Ese olor es un vehículo a otro mundo y creo que no estaría de más patentarlo para cuando nos pongamos tontos. No tengo ni idea de si son las semillas, las legumbres o las conservas, pero si hay algo que vertebra Valladolid de norte a sur y de pasado a futuro es ese aroma, una línea de puntos suspensivos que une recuerdos y expectativas. Todo cambia, pero el olor de Severo Fraile permanece. Lo mejor no es que te lleve a otro tiempo, sino que te lleva a otro 'yo' y, de repente, ya eres un chaval de nuevo, un niño de la mano de su abuelo. El mío se llamaba Julián y recuerdo su olor, una mezcla de traje limpio, de papel de periódico bueno y de puro malo.

Lo del periódico solo si ganaba el Madrid, claro, porque, si perdía, no compraba 'El Norte'. A ver, en realidad si perdía el Madrid tampoco iba al bar, no encendía la tele y ni siquiera hablaba. No hacía nada. En esos casos nos pasábamos el día en casa junto a mi abuela, cuyo olor a jabón y a alegría tampoco olvido. Nos sentábamos en la mesa, junto a la cocina vizcaína y el olor a carbón y a metal ardiendo lo impregnaba todo. Un olor intenso de otro tiempo. Porque el calor huele y huele diferente según su origen y su destino. Nada tiene que ver el olor del calor de una vizcaína en La Rondilla que va a hacer feliz a unos nietos que el olor de calor del asfalto de López Gómez un domingo de agosto, cuando la felicidad es una quimera. Nada tiene que ver el olor bronceado de la mujer que amas con el olor agresivo de un motor diésel: pragmático, certero, alemán. Un calor frío.

El cambio más grande de Valladolid en estos cuarenta y pico años en los que he podido mirarla los ojos no ha sido social ni económico. No ha sido urbanístico, político ni medioambiental. El mayor cambio ha sido el de la muerte de los olores. No pasaría nada si no fuera porque los olores avivan los recuerdos y activan capas del cerebro que ninguna otra cosa es capaz de avivar. Es decir, que, muerto el olor, muerta la melancolía, que no tiene nada que ver con la nostalgia porque esta implica dolor. Recuerdo el intenso olor a bacalao de la tienda de Heras. Era el olor de algo auténtico, radical y extremo. No sé si agradable o desagradable, pero, en cualquier caso, ese olor era cierto, era la verdad a lo bestia. Como el olor a sangre de la carnicería cuando despiezaban la ternera y veías colgada la canal. Es un olor atávico que te pone en guardia y te despierta el instinto de cazador. Y entonces se te pasan todas las gilipolleces postmodernas y te conviertes simplemente en un ser humano. Nada más. Nunca nada menos.

Recuerdo el olor de los tubos de escape en los días lluviosos, el de los taxis que iban a butano o el de las tapicerías blandas de los coches viejos. Y el olor del humo del tabaco en esos coches, que no tenía nada que ver con el olor de ese mismo tabaco en la calle. Y tampoco huele igual el tabaco ahora que antes. O el olor de la leche hirviendo, esa leche de verdad de una vaca concreta que se llamaba Azucena, Amapola o Margarita. Y el de la nata que cogíamos con el dedo y untábamos en el pan. Ya no hay leche, no hay nata y dentro de poco no habrá pan. Ni siquiera niños. Tampoco hay fruta ni verdura que huela a lo que es. Mi generación es la última en saber a qué huele un tomate y la última capaz de saber qué melón está maduro solo husmeando el campo, como un pointer desesperado y sediento.

Y el olor de las estaciones. El verano huele a verano, una mezcla dulce de crema, césped recién cortado y niños felices. La primavera en Las Moreras huele a Pittosporum tobira. El otoño del Campo Grande huele a petricor, a tierra mojada y a felicidad. Pero nada mejor que el olor de la cencellada congelándote las pestañas por el Puente Mayor, ese olor tan frío que no puedes inspirarlo del todo, porque duele. El olor de la leña calentando las casas de los barrios por dentro, hartas ya de arder por fuera. Yo a veces me paro y olisqueo la calle. El otro día, en pleno olfateo me encontré con mi vecina, la guapa, que me miró como miran las vecinas guapas a los señores que olfatean primaveras. Raro. Pero seguí como si nada pensando en el olor de los libros de texto en Lara o Bruño el día antes de empezar el colegio. Ese olor a buenos propósitos, a miedo y a que este año «sí que sí», que pronto se convierte en «no que no». Pero el olor de la tinta, del plastificado y del forro huele a San Mateo y a promesa.

Y un poco después de eso el olor de las castañas asadas por Mantería. Y luego el olor a horno de la Navidad y un poco después el incienso y los cirios en Semana Santa. El olor de las palmas, el olor a madera húmeda de la sacristía. Y, después, el olor de la salmuera, del vinagre y de los escabeches. Si quieres detectar a un buen lector es fácil: siempre abre el libro al azar y lo huele. Ese olor a papel y a tinta evoca recuerdos de tantos y tantos libros en los que hemos vivido a lo largo de los años. Y el olor de las cartas de amor que llegaban. Ya no hay cartas de amor y queda raro oler la carta del banco. Pero recuerdo perfectamente el olor de las coladas al sol, ese aroma a limpieza, el blanco nuclear reflectando rayos de sol, la cara rozando las sábanas frescas y el aire como caricias.

El olor de la consulta del pediatra, el olor de las farmacias antiguas, el olor del primer día de colegio y el olor de las notas, que era un olor a mediocridad y precuela del olor a decepción. El olor de la gasolina y el olor a victoria de un vestuario hormonado. El olor de una mochila nueva y el de una casa vieja. Y olor del amor, claro. Ni siquiera eso huele igual. Antes olía a alegría y sueño. Ahora tiene un punto de locura y de miedo. Los perros y los enamorados huelen la adrenalina. Por eso, aunque el presente ya no huela como antes, siempre nos quedará el olor del pasado. Visto lo visto, es el único recuerdo con futuro.

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