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Doy por sentada la discrepancia entre Luis Argüello, arzobispo nada menos, y este ateo bautizado que solo guarda, del paso por los Maristas, la admiración a un cultureta punki metido a maestro llamado Tomás Hoyas y el recuerdo de un hermano profesor de ... literatura que nos animó a leer 'San Manuel Bueno, mártir', o lo que es lo mismo, la historia de las dudas que acuciaban a un eclesiástico en proceso de perder la fe.
No recuerdo haber votado a Izquierda Unida desde mis primeras elecciones, que serían en 1993, a un paso de iniciar la veintena. Así que Manuel Saravia podría ser otro enemigo irreconciliable en estos tiempos de o conmigo o contra mí, en los que hasta la coincidencia ideológica se torna rivalidad porque, ay, no quedan puestos para todos en el reino de los escaños prometidos.
A ambos, Argüello y Saravia, les admiro la coherencia con sus ideas y les envidio la ilustración. Por eso, cuando escucho a Argüello hablar sobre los conflictos éticos que plantean los 'monopolios del algoritmo', discrepo en la solución pero no en la preocupación. Y cuando Saravia diserta sobre la ciudad compacta y los porqués del urbanismo, escucho con atención a pesar del escepticismo que me viene de serie cuando habla un político, por arquitecto que sea.
Esas redes sociópatas regidas por oscuros algoritmos avariciosos propician otra actitud: la de no escuchar a nadie que piense de un modo distinto a nosotros. La de interponer un sesgo profiláctico ante pensamientos ajenos, no sea que en un momento de defensas bajas se nos contagie una duda ideológica. Es más cómodo, pero lo cambiaría sin dudar por una sobremesa de desecuentros con los argüellos y saravias de la vida.
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