Louis Armstrong dice que es maravilloso, a Cat Stevens le parece salvaje y Eric Clapton preferiría cambiarlo. Pero el mundo, esta vida, son lo que son. Por hacer una especie de metáfora, parece que llegamos a este plano terrenal sin nada, corriendo en pantalón corto ... por un campo lleno de flores silvestres que no pican, ni arañan. Y no sé si han probado ustedes a echar una carrera entre un par de eras poco cuidadas. Poco a poco, nos van montando en una bicicleta. La mía sería una BH dorada y con partes comidas por la herrumbre. La de Sara, seguramente, un modelo con cesta y cintas de colores entre las que no faltaría el rosa. Y venga, a correr. Un día esas dos bicis de las que hablaba se encuentran y acuerdan dar paseos juntas; hasta el río, al kiosco a comprar regalices, a ver las estrellas fugaces tumbados en un prado. Entienden que se complementan, no se estorban y, chico, hasta se caen bien.
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Más tarde alguien hace ver que esos paseos son sencillos, y que cuando uno pinche una rueda, o se salga la cadena, habrá que ver si el otro va tirando al mismo ritmo o si, por el contrario, se queda con su partenaire y deciden bajar de su montura e ir caminando empujando el manillar.
También dicen que durante tanta excursión habrá momentos de fijarse en gente que se quedó en una cuneta, que desbarró y no supo retomar el rumbo u otras desgracias. Esas circunstancias harán que ese dúo de bicis sepa transitar por veredas agrestes y toscas, llenas de arena y cardos, de suciedad y socavones. Y de ese modo, y solo de ese, uno se quita los ruedines y entiende que esto de vivir es muy difícil, muy áspero.
Esos dolores, los más emocionales, son los que muestran el verdadero color de este camino. Pensamos que somos omnipotentes, eternos, que ser feliz es una constante… y estos sucesos nos dan un bofetón de realidad, de mayúsculas, de sopa fría que hay que tragar sí o sí, de indefensión y de miedo como el que sentía Gary Cooper en aquella película de Zinnemann. Da igual que ocurra en Valencia durante una catástrofe, en zonas devastadas por guerras de codicia o sufriendo una pérdida personal irreparable.
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Nos han acostumbrado a que la vida sea como el final de 'Notting Hill' cuando, en realidad, se asemeja más al de 'Forrest Gump': abierto, con su chupito de amargura y sus quebrantos. El caso es que por más recovecos que uno encuentre en su particular itinerario no tiene más opción que seguir. Coger el avituallamiento en forma de respiro, retomar fuerzas y seguir pedaleando. Guardar la armonía en el paso, mantener la cadencia, mirar el terreno por si hay gravilla y evitarla si es posible. Y habrá charcos que ocuparán toda la calzada, alguno de ellos con la profundidad suficiente para calarte hasta la cara y dejarte dos manchas negras y sombrías en forma de lloro. Cuando pase, que pasará, agarra fuerte las empuñaduras y calzate en la espalda un escudo. Hay quien no lo tiene, y no es consciente de lo expuesto que está. Ese protector lo forman todas las personas que has encontrado y mantenido durante los innumerables viajes a bordo de ese sillín. Los que no disponen de uno se han vanagloriado durante paradas, cruces y caminos pedregosos de no necesitar más que su pericia. Y llega un día, siempre nos alcanza, en el que la bicicleta no se equilibra, la cubierta se deforma y las válvulas pierden presión. Tener ese escudo debajo del maillot es una garantía de seguir hacia delante. Y nosotros, ella con sus cintas de colores y yo con mi vieja BH, disponemos de uno sólido, impenetrable. Es verdad que no puede evitar las salpicaduras de las que hablaba antes, pero poca vida habrá tenido el que no se haya ensuciado de vez en cuando.
Y así, con compañía, con roces, con viento de cara y de cola, continúa la ruta que has decidido tomar con destino incierto. Teniendo presente que no cesa hasta llegar al final. Y que, pase lo que pase, hay que mantenerse estable. Por mucho vaivén que encuentres. No es cuestión de volverse a poner los ruedines. Y, además, ya no funcionarían.
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