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Los cafés compartidos son territorios de distensión y, a veces, de confidencias. Durante uno de estos tiempos, la semana pasada, una persona me confesó su intención de hacer voluntariado cuando acabe su periplo laboral. Le pregunté por el terreno a desarrollarlo y contestó que con ... enfermos de gravedad, acaso de cáncer. Los siguientes treinta segundos fueron ocupados por el silencio. Puede que ella estuviera analizando el peso de su promesa o que yo valorase la gran valentía del propósito. Es posible, también, que ambos coincidiéramos en que una decisión así acarreaba cargar con un compañero perenne en cada paso por el hospital de turno: el miedo.
Fui a casa saboreando un amargor que no provenía de apurar el expreso, sino del reflejo que se puede apreciar en los ojos de los afectados. ¿Cómo se paladea un mensaje de tal calibre el día en que lo recibes? ¿Cómo se pende de un hilo del que dudas que pueda sostener tu cuerpo? Y, aún más, ¿cuándo termina uno de tragar esa bocanada de cieno y sigue hacia delante? Esa convivencia de empuje y flaqueza, de claridad y negrura, de entereza y desconfianza, desarma. Y si estás enfrente, cogiendo una mano fría y observando el devenir de esa partida de cartas a cara de perro entre uno y el mal que lo aqueja, tienes que estar preparado. Entre esa silla y esa cama los consejos baratos de manual de autoayuda sirven de poco. Los truquitos de cursillo intensivo de coach se desintegran al envolverse en el desasosiego de qué decir o qué hacer. Nada, en la mayoría de las ocasiones. Ningún discurso o palabra amable va a paliar lo que el paciente siente en su interior, pero lo agradecerá. El problema estará en el titubeo, el temor a decir algo inconveniente, a no reconfortar. Y lo que es peor: a deslizar a través de una mirada triste que cada vez quedarán menos momentos de charla en esa habitación de colores neutros, menos apretones de manos. Y ese miedo congela. Y derrumba. Y yo llegué a casa valorando si tendría ánimos y aliento suficiente para entrar en ese cuarto sin que se desmoronase mi careta de seguridad.
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No pude desembarazarme durante la noche de esos fantasmas, y la mañana siguiente trajo otros, ajenos pero tan paralizantes como los del día previo. Tirando de aquel hilo llegué a ver que miles de médicos y sanitarios recorren cada día pasillos desde el quirófano o el informe de resultados hasta la consulta o las salas de espera. Y se sientan ante familias que depositan su misma vida y anhelos en las palabras que van a pronunciar a continuación. Y ahí está, de nuevo. Ese siniestro acompañante. Los facultativos tienen que medir su relato, dar esperanza sin vender la burra, sostener esa tensión que congela el pestañeo y que su voz exprese verdad y fe sin caer en la ilusión y el optimismo vacío. Y recibir miedo, mucho miedo. Salí hacia el trabajo sonriendo con tibieza al preguntarme cómo se prepara alguien para eso y entender que un político sería incapaz ante una labor así. Imagínese: «no pasa nada, seguro que salvamos el escollo, todo va a salir bien…», y luego todo giraría sobre si la culpa del desenlace es del cirujano anterior que dejó el quirófano sucio, el instrumental desgastado o que una prueba no llegó a tiempo. Qué cuajo hay que tener para ponerse delante de esa persona que va a saber por ti que la próxima Navidad quizá no llegue jamás, que no irá del brazo de su hijo cuando se case, que las pasadas Ferias tapeaba ausente y aburrido y ahora daría lo que tiene por poder alcanzar octubre. ¿Se aprende a controlar la cautela? ¿A sujetar la necesidad de dar un atisbo de luz por si nunca aparece? Piénselo si en algún momento se encuentra cara a cara con una persona con años de medicina a sus espaldas y un dosier en la mano: es posible que tenga, si cabe, más miedo que usted.
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