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La rutina coloca y, sin embargo, lo que abunda aburre. Es llamativo lo raros que somos los humanos. Los normales, me refiero. O los corrientes, perdón, que ya veo por dónde vendrá alguno. Hay otros seres con pinta de señora de Nava de la Asunción, ... hechuras de currela de San Cebrián de Mazote o andares de socio de Garrigues que tejen su día a día indefectiblemente de la misma manera: no se conceden jornadas de asueto ni salen de su organización calcada de la alemana de posguerra. El resto necesitamos de nuestros pequeños hitos, recompensas que de vez en cuando nos hagan valorar lo bien que lo pasamos cuando llega ese recreo. Suelen venir acompañadas de sentencias como «para algo trabajamos todo el año» o «si no fuera por estos ratillos…». Y es así: esos momentos que salen de lo conocido nos dan vidilla, pero si los tuviéramos de continuo no nos sabrían a nada. Lo dicho: si se piensa bien somos algo peculiares, pero, manda narices, tenemos asumido que los inusuales son los que no lo precisan. Curioso.
A ver: si fuéramos robots, pues listo. Mas no. No podemos ni queremos tener lo mismo todos los días, aunque sepamos que la semana empieza el lunes y acaba el domingo. Al gimnasio el común mortal va dos o tres veces cada ciclo de siete. Y cuando no toca, uno se reboza en el sofá como si fuera un filete. Por haber, hay gente que aparece por allí cada mañana sin excepción. A mí se me haría tan cuesta arriba como subir las rampas del Galibier con una Torrot de los ochenta. Sólo se me ocurre que acudan a pasar las horas, tomar café con los colegas o a convertirse en un remedo de Schwarzenegger. Yo soy un envenenado absoluto de la Navidad, pero si la tuviera también en febrero, abril, julio y septiembre acabaría con una sobredosis de villancicos de tal calibre que ansiaría emigrar a Corea del Norte o sitios similares donde no gastan estas costumbres. Pregunten a los de Venezuela, que, con tal de tapar tejemanejes, son capaces de comenzarla aún antes y que termine allá por mayo.
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Si todavía dudan de lo que les cuento, hagan un análisis de lo mucho que nos gustaba el fútbol los domingos y la Copa de Europa los miércoles y cómo nos empieza a hastiar que haya partido cada puñetero día de la semana. Nos intentan vender que así el producto lo consumen en China o Arabia, y van a terminar por echarnos de los estadios por agotamiento. Imagínense tener buñuelos permanentemente o ir al cine los martes, jueves y sábados de por vida. Termina usted con esto último teniéndole más tirria a la pantalla que Boyero.
Supongo que me siguen. Michael Phelps acabó harto de la piscina y Andre Agassi odiaba el tenis como yo aborrezco los huevos duros. Es posible que la condena que pesa sobre la tipografía Comic Sans sea por su desatado y frecuente uso durante décadas en todo tipo de documentos. Creo que ni siquiera ver un capítulo de Friends cada tarde durante el resto de nuestras vidas sería soportable. Es necesario alternar con Frasier, Las chicas de oro, The Office o Modern family. Hay que redescubrir cada tanto aquello que nos motiva. Para abandonarse a los placeres de un Trigo o un Suite 22 tiene que haber tortilla del Postal o gambas del María de Molina por medio (delicias, asimismo). Vivir en Malibú tendrá su punto, pero más de una echaría de menos subir al trastero a por la ropa de entretiempo. Mi madre borda el lechazo, pero no quiero pensar que sea la comida familiar de todos los domingos porque me niego a renunciar a unos pimientos rellenos, unas alubias pintas o un gazpacho fresquito con sus virutas de jamón del bueno. Ya lo decía Serrat: son aquellas pequeñas cosas las que nos causan remusguillo. Recuerden que lo único que tenemos ininterrumpidamente son sesudos análisis políticos que ya no soportamos e individuos de un octanaje moral insustancial diciéndonos lo bien que lo hacen o lo harán dirigiendo nuestras vidas. Y nos tienen hasta la coronilla.
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