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Ya estamos inmersos en esa peligrosísima ola de calor que antes solíamos llamar verano. Las autoridades volverán a regalarnos sus consejos paternalistas. ¿Beberemos suficiente agua? ¿Nos expondremos al sol de las cinco de la tarde y nos dará un jamacuco?
Para mí, la esencia del ... verano la constituyen las terrazas de los bares. Cuando he vivido fuera de España, era lo que más echaba de menos, hasta el punto de tener que buscar en Youtube vídeos de calles españolas para recordar ese ambientillo inconfundible.
En la ciudad norteamericana donde pasé cinco años, todos iban en coche a todas partes; allí, incluso puedes acudir al cajero automático o al tanatorio a dar el pésame sin bajarte de tu vehículo, y eso, claro, determina la fisonomía y la filosofía de los lugares. La arteria principal de una ciudad del tamaño de Salamanca se parecía, siendo generosos, a un polígono industrial. Hay por ahí, diseminadas por el mundo, civilizaciones muy tristes (medicadas con ansiolíticos) que no tienen en su idioma una palabra que traduzca nuestra «sobremesa».
Es un lujo poder pasear por un casco histórico peatonalizado, encontrarte con otras personas, tiendas con escaparates y, como colofón, esas terrazas que, al igual que otros inventos fundamentales (la rueda o el libro), son una idea de una gran simplicidad: nada más básico que sacar mesas y sillas a la calle y convertir el espacio público, durante un rato, en el salón de tu casa, de la casa de todos.
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Somos una privilegiada suma de factores. Estamos en Europa, pero nos tomamos las cosas con cierto hedonismo, con pausa mediterránea o latina. «¿Cuándo trabajan los españoles?», me preguntaban los estudiantes con los que vine de viaje a Valencia, al ver a todas horas las calles abarrotadas de gente ociosa. Y yo les explicaba que, en este país, el trabajo no es un fin, sino un medio, y que el día da mucho de sí.
Existen otras culturas con vida callejera, pero no tienen nuestra seguridad. Quizás estás en la calle tan tranquilo y aparecen dos tipos en una moto y te secuestran o te pegan cuatro tiros para robarte un reloj que vale cuarenta euros. Eso, de momento, en Valladolid no ha pasado nunca. Y también nos acompaña el clima, aunque ese elemento no es imprescindible, porque durante la pandemia vi a un pirado apartando diez centímetros de nieve de una mesa para tomarse un café (bueno, lo confieso: era yo).
Cada año que pasa sin que se nos reconozca que las terrazas españolas son una aportación cultural de primera magnitud, la UNESCO hace un ridículo más y más espantoso.
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