La relación con una tierra ancestral

Hace unos años, a lo largo de un paseo con unos amigos por un campo que conozco bien, uno de ellos exclamó: «¡Hierbabuena!», y se frotó las manos con una planta que crecía en el camino, antes de que pudiera avisarle de que se trataba de una ortiga. Imaginemos las consecuencias. Si hubiera sido hierbabuena no habría estado ahí, le dije. Se la habrían llevado.

Esta anécdota me hace pensar en Delibes. También palabras como troje, guango, chajurdo o burriaga y su reivindicación actual, después de haberlas tenido arrinconadas porque su uso implicaba reconocer un origen de pueblo y lo que a mí me atraía era el universo de Virginia Woolf y Paul Bowles. Delibes me enseñó (mucho antes de ser consciente de que me lo estaba enseñando) lo absurdo que resultaba intentar escribir agazapada tras la realidad de Faulkner, Djuna Barnes o Sylvia Plath, cuando la mía era muy distinta. Y me enseñó que se podía hablar de la caza, de la lumbre, las cananas y los perros. De la relación ambivalente con una tierra ancestral que despierta reverencia y temor, atracción y rechazo, una inevitable idealización cuando queda lejos y una pesada aprensión cuando hay que volver a ella. De un lenguaje que da forma a los temas. Y todo ello a través de una vinculación que veo más emocional que literaria, más relacionada con la raigambre que con lo cerebral. Una extraña familiaridad que me hace pensar en padres que sabían cazar y preparar una paella, cuando yo no sé hacer ninguna de las dos cosas.