100 escritores recuerdan a Miguel Delibes
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Artículos que rinden homenaje a cien años de DelibesCada escritor tiene su Delibes. Lo mismo que cada lector. Su novela, su personaje, su enseñanza, su anécdota, su imagen personal del autor de 'El hereje'. Académicos, premios Cervantes, premios nacionales, de la Crítica, de las Letras... Cien autores en busca de un personaje.
Honrado a carta cabal. No recuerdo en mi familia y en mi infancia un elogio mayor, y así se lo aplico a Delibes: honrado a carta cabal, como escritor y como persona.
Hace unos años, a lo largo de un paseo con unos amigos por un campo que conozco bien, uno de ellos exclamó: «¡Hierbabuena!», y se frotó las manos con una planta que crecía en el camino, antes de que pudiera avisarle de que se trataba de una ortiga.
El camino', de Miguel Delibes, está repleto de cosas. Concretamente, y si no me he equivocado al contar, de 76 cosas. Desde la primera frase: «Las cosas podrían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así».
Hereje. Cuando un español del siglo XVI dice «hereje», ¿qué está diciendo? No lo que los tratados de teología enseñan, desde luego. Difícilmente esa lejana disciplina arrastraría las pasiones que exigen a la plebe hacer del fuego único juez de la depravación que en esa palabra suena.
Pienso en Miguel Delibes y pienso en la memoria. La memoria individual, la de mi abuelo Clemencio, compañero suyo en cacerías de liebres y perdices por los paisajes de Santa María del Campo (Burgos), a quien el cinegético escritor vallisoletano citó en sus libros.
Al escritor se le conoce por sus obras. Los personajes, lugares y acciones que engranan los argumentos de las mismas conforman esa cosmovisión, salpicada de pensamientos, deseos, emociones y hasta manías del autor. Al fin y al cabo, Literatura y Vida acostumbran a ir de la mano.
Como autor de teatro que soy, lo que más me ha interesado de la obra de Miguel Delibes, como novelista, es la valiosísima galería de retratos de sus personajes, seres de ficción mediante los cuales nos muestra, con gran realismo y precisión, el espacio y el tiempo que le tocó vivir, recordar, añorar y mitificar con sus palabras: Castilla, y la segunda mitad del siglo XX.
Dentro de 200 años los niños estudiarán la obra de Delibes junto a la de los grandes de la Literatura en español: Cervantes, San Juan de la Cruz, Quevedo, Lope de Vega, Góngora, Calderón, Pérez Galdós, Bécquer, Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez, Benavente, Valle-Inclán, Aleixandre, Buero Vallejo, Unamuno, García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Rulfo, Federico García Lorca…
Mi deuda con Delibes es algo mayor que la que todo lector contrae con los grandes autores. La lectura de su primera novela, 'La sombra del ciprés es alargada', supuso para mi un ábrete sésamo que me introdujo en la gran literatura. La leí con apenas 16 años, tras un largo meritoriaje en que devoré todos los tebeos del mundo y casi todas las novelas llamadas entonces de kiosco.
El nombre de Miguel Delibes ya me es conocido en la adolescencia. El manual de Lengua Española incluye un fragmento de 'El camino' y el de Historia de la Literatura dedica a su autor un párrafo con fotografía. Delibes, como Baroja o como Bécquer, forma parte de mi educación sentimental. Me veo incapaz de juzgarlo desde una perspectiva exclusivamente literaria.
El día que iniciaba el viaje para mi estancia docente en Alemania, compré en el aeropuerto 'Mujer de rojo sobre fondo gris'. Me llamaron la atención su título y su portada. Después, la sabia cadencia narrativa, la magia verbal de su autor fueron sumiéndome en una historia plena de matices elegíacos, de apuntes amatorios que completaban una novela sustantiva y evocadora.
Las novelas de Miguel Delibes no son demasiado largas, pero son alargadas. Las ha alargado el tiempo sobre el que los títulos novelescos del escritor pasan sin ser rotos ni olvidados. Ni invisibles. Hay novelistas que son una moda, o se multiplican mientras viven por razones incluso literarias; hay escritores que se alargan y perduran en el tiempo, en la memoria de la gente y los lectores, como si estuvieran hechos de un material compacto que sobrevive a las pandemias del tiempo y a la proverbial falta de memoria del ser humano.
En los tiempos del colegio siempre caía una redacción en la que los alumnos debían dilucidar su postura acerca del campo y la ciudad. Los que éramos de pueblo respondíamos que el campo era lo mejor, y hablábamos del aire puro y del silencio, del río y de la montaña; los de ciudad mencionaban las cafeterías, los cines y las tiendas de discos.
No hacía mucho que había llegado Felipe González a la presidencia del Gobierno de España, al principio de los ochenta. En los escaparates de las librerías lucía como novedad una desconcertante novela titulada 'Los santos inocentes', y se estaba gestando la redacción de 'Señora de rojo sobre fondo gris'.
Tres encuentros con Miguel Delibes fijados en la memoria con toda nitidez. El primero, de lector juvenil entusiasmado con las aventuras de un bedel de instituto, cazador. Un buen día, este bedel se transformó en emigrante y seguí entusiasta por su vida americana. El segundo recuerdo, ya como profesor, es mucho más tardío: la Universidad de Zaragoza hacía años había creado unos cursos de verano para extranjeros en Jaca.
Me cayó en suerte nacer en Valladolid. Sin duda lo fue criarme en familia; entre calles llenas de historia; pastar en pinares piñoneros; nadar en sus mares de ocres espigas, tan Castilviejo, tan Delibes; disfrutar del brasero. Dios repartió doble suerte conmigo pues, sin sufrir la guerra en carne propia, he podido vivir momentos de la España en capullo, en gusano y finalmente en mariposa.
Caminábamos por las sierras próximas a Feria, el pueblo natal de mi madre. Nos acompañaban Valentín y Mercedes, llegados desde Alba de los Cardaños, en el extremo norte de Palencia. Habíamos comenzado a andar muy tarde, así que, a pesar de que octubre ya mediaba y soplaba una brisa fresca, el sol nos hacía sudar casi como si estuviéramos en verano. Después de comer cada uno fue encontrando su ritmo y, hacia el final de la ruta, éramos ya un grupo deshilachado. A eso de las cuatro y media yo decidí sentarme a descansar sobre la hierba seca, a la escueta sombra de una retama.
En muchas ocasiones Castilla me ha levantado al cielo en la palma de su mano. Verme muy alzado me provoca hondo vértigo, como me ocurrió en enero de 1993 cuando me encontré solo ante Valladolid, invitado para disertar sobre don Jorge Guillén en el centenario de su nacimiento, y en la sala, sentado en el centro de la primera fila, don Miguel Delibes solo, mirándome con fijeza constante mientras, llevado por mi fervor hacia don Jorge, soltaba por mi boca cuanto me sobreabundaba el corazón.
Me refiero al Miguel Delibes que ha sido para mí esencial no por la magnitud e importancia de su obra en general, sino por el que, de una u otra forma, sentí y conocí en respetuosa cercanía, en admiración mutua. Reparar en este Delibes supone remitirme a 1975, al día en el que lo conocí, durante su ingreso en la Real Academia con un discurso titulado 'El sentido del progreso desde mi obra', luego editado como 'Un mundo que agoniza' (1979). Pude acudir aquella tarde de mayo gracias a una invitación que me proporcionó Vicente Aleixandre.
Acaso lo mejor que nos dejó Miguel Delibes Setién cuando cruzó el espejo en Valladolid, su ciudad natal, el 12 de marzo de 2010, fue su propio recuerdo de hombre bueno y generoso. Fue en vida, y lo sigue siendo en su traslado forzoso al reino de la eternidad, la idea platónica de la sencillez sabia y de la bondad inteligente. Porque hay bondades estúpidas, como las que postula el buenismo reinante, y bondades inteligentes, como las que desplegó el maestro vallisoletano a lo largo de sus casi 90 años de vida, como quien despliega una bandera de luz y de verdad.
Intelectual y moralmente, Miguel Delibes era una rara avis en la España de posguerra. También lo habría sido en la de preguerra, pero allí hubiese encontrado alguna afinidad. Criado en una familia conservadora y católica, desarrolló una fe íntima y sincera que en nada se compadecía con las grandes efusiones del catolicismo público y que se acercaba más a las maneras reflexivas y meditabundas del protestantismo. Tal vez por eso su gran obra de senectud fue 'El hereje', centrada en un protestante vallisoletano en época de persecuciones religiosas, una figura moral con la que, inevitablemente, tenía que identificarse.
Miguel Delibes dijo muchas veces que era un cazador que escribía, pero igualmente pudo decir que era un pescador, o un caminante amigo de la naturaleza, dedicado a escribir. Porque, en su caso, lo importante era vivir el campo, darse el gusto por unas horas, como escribió rememorando a Ortega y Gasset, de tornarse paleolítico. Paseando con los perros, conduciendo la «mano» de compañeros desde la cresta de la ladera, colocando hábilmente la cucharilla entre dos piedras del ribazo, o haciendo una paella al aire libre en Sedano, observaba el derredor, tomaba nota de los cambios y trataba de entenderlos.
Delibes ha vuelto. Es el profeta que se adelantó a la moda del regreso al mundo rural. «El hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la Naturaleza, y al desarraigarlo con el señuelo de la Técnica, lo hemos despojado de su esencia», dijo en su discurso de ingreso en la Academia. Casi medio siglo después, aquí estamos, en la disyuntiva de huir de una pandemia al pueblo de nuestros antepasados o quedarnos en las ciudades yermas y contaminadas.
Su austeridad no le impidió contener multitudes. Si suena exagerado, dejémoslo en que tuvo varias caras, como un saco de monedas. Cualquier persona compleja las tiene. Mi idea de él obedece a la que me transmitió en el breve trato que compartimos. Hastiado de ditirambos, mi sinceridad pareció agradarle. Se mostró comprensivo con el aborto, con el suicidio y, en general, escéptico. Intentaba no ofender a sus amigos biempensantes, pero le daba igual la cama que una cuneta para morir. Se embauló entero mi primer, primerizo, libro de poemas; y aludió a una cita «interesante» de un modo que me hizo sudar.
La primera vez que escuché hablar de Miguel Delibes fue en casa y a mi madre. Por razones de vecindad compartía tiendas comunes del barrio con Angelines, la esposa del escritor, a quien profesaba un verdadero afecto y con quien disfrutaba de conversaciones matinales mientras esperaban la vez en la pescadería de Felipe o en la carnicería de Vergara.
En realidad, no conocí a Delibes. Solo tuve ocasión de coincidir, en algunas etapas de mi vida, con el escritor que respondía a ese nombre. Un personaje que encarnaba una serie de valores, los cuales –a grandes rasgos– podrían identificarse con los de cierta burguesía vallisoletana, conservadora pero liberal, que en mi rebelde despertar a la literatura nada más muy levemente yo creía compartir.
Me parece acertada la idea de que Delibes pertenece a esa estirpe de escritores a quienes se les escucha cuando se les lee, lo que supone un grado de complicidad y sugestión que avala lo que de verdad y verosimilitud hay en su escritura. No sería, sin embargo, el resultado de una cualidad coloquial, del mero patrimonio de un extraordinario oidor que puede usar las palabras con la extrema naturalidad con que las escucha, aunque de ese fondo patrimonial pocos creadores contemporáneos están a su altura.
El primer libro de Delibes que leí fue 'La hoja roja', en aquella colección de Salvat RTV que solía haber en casi todas las casas españolas de los años setenta, y que en la nuestra todavía pervive y yo aspiro a heredar. Tendría 13 ó 14 años, sería seguramente en alguno de aquellos veranos largos y monótonos en los que no había mucho más que hacer a la hora de la siesta que coger un libro al azar y tumbarte a leer. Aún retengo fijado a fuego en la memoria el efecto que me causó, un hondo sentimiento de compasión, ternura y melancolía.
En un mundo globalizado, que sufre una de sus peores crisis, leer a Delibes nos dignifica como seres humanos. Y no me refiero solo a su creación literaria, sino al discurso de ingreso en la Real Academia Española sobre 'El sentido del progreso desde mi obra' (1975), reeditado como 'Un mundo que agoniza'. Las palabras perdidas por el éxodo rural a las ciudades componían un paisaje lleno de historias a punto de desaparecer.
La historia puede resultar una buena ayuda para disfrutar de la fantasía, sobre todo cuando se trata de una novela singular que, como 'El hereje' de Delibes, se afirma en lo realmente acontecido. Entre los sucesos que salen al paso en su lectura están los intentos de proselitismo de aquel grupo de 'luteranos' de Valladolid tan interesados en luteranizar a los de Ávila, ciudad hacia la que miró desde sus tiempos y escritos de juventud Miguel Delibes.
Mi paso de la adolescencia a la madurez literaria se produjo tras la lectura de 'El Jarama', de Rafael Sánchez Ferlosio, y 'El camino', de Miguel Delibes. Ambas eran lecturas del BUP, no recuerdo bien si se trataba de textos obligatorios o recomendados, pero lo que sí que es seguro es que fueron dos novelas que introdujeron a los chicos y chicas del 'baby boom' en la literatura 'seria'.
La influencia de Miguel Delibes sobre los escritores de mi generación fue enorme. Aunque él, seguramente, no escribiera pensando en lectores adolescentes o infantiles, era un autor al que leíamos muy jóvenes. Me atrevería a decir incluso que éramos los niños los que apreciábamos mejor algunos aspectos de su obra, como su amor por la Naturaleza o su penetrante caracterización de los personajes infantiles.
Su conciencia literaria era mucho más amplia que la meseta castellana, y abarcaba universos que solo advertías cuando lo tratabas un poco. Tuve con él una amableM relación epistolar que me ayudaba a soportar mejor las hostilidades y mezquindades del mundo literario. Delibes sabía trasmitir tranquilidad. Ahondaba en los misterios de la vida y de la muerte sin solemnidad y sin efectos retóricos indeseados.
Tuve la suerte de crecer a la sombra de una generación de escritores extraordinarios: durante mi infancia y años de formación literaria escribían varios premios Nobel en español y un buen puñado de autores que hubieran merecido obtenerlo. De ellos, sobrio, discreto, con una elegancia de prosa y gesto que no traicionó nunca, Delibes era el más independiente y el que trasmitía una mayor seguridad en sí mismo: nada nos distraía de su obra, nada estorbaba para senStarse y entrar en un universo de unos trazos definidos, palpables, de tinta china y polvo del camino.
Siempre he imaginado a Cipriano Salcedo con el rostro de Miguel Delibes. El protagonista de 'El hereje', su última novela, está grabado de forma indeleble en mi memoria por la doble hélice con que se manifiesta su bondad: en el trato familiar con los suyos, por un lado, y en sus acciones públicas, por otro. De una firme y callada honestidad, Salcedo procura hacer el bien sin preguntarse por qué ni para qué y es una de esas personas rectas que prefieren sufrir una injusticia antes que cometerla.
No pude ser su amigo, porque nos separaban muchas circunstancias, aunque nuestras afinidades eran múltiples y de mucho peso, nuestras vidas casi paralelas y nuestro código moral propiciaban nuestras relaciones y justificaba nuestra mutua confluencia vital. Las pocas veces que hablé con él, confirmé mi profunda confraternidad con su persona y lamenté no formar parte de sus amistades íntimas.
De mis encuentros con Miguel Delibes –no fueron muchos, pero sí amistosos y hasta memorables–, el recuerdo que guardo más vivo es el de una ocasión en la que Miguel no estaba. Me explicaré. ran años del último tercio del siglo pasado y exponía en una galería de León, en Maese Nicolás, concretamente, el sensible gran pintor que fue Álvaro Delgado. Repasando con él la muestra, me detuve con especial interés en un retrato de Miguel Delibes que, por así decirlo, presidía el conjunto.
Estaba echado yo en la tierra, enfrente / del infinito campo de Castilla (…) / pensé arrancarme el corazón, y echarlo / pleno de su sentir alto y profundo / al ancho surco del terruño tierno…». Son versos de Juan Ramón Jiménez, pero a mí, que he vivido cinco años entre Villagarcía de Campos y Salamanca, me recuerdan a Miguel Delibes, cuya sombra alargada es ya parte del hermosísimo paisaje castellano.
Miguel Delibes no era solo un escritor; era toda una literatura andante. Era un mundo en vías de extinción que ahora se ha vuelto eterno y perdurable gracias a sus libros. Pocos autores se han identificado tanto con el lenguaje, el paisaje y el paisanaje de Castilla. Hombre, palabra y naturaleza forman, en sus libros, un todo indisoluble y universal. La obra de un hombre lúcido y un humanista, campechano y honesto, bastante pesimista, es verdad, y sin embargo muy vitalista.
En mi infancia y adolescencia en el Colegio Lourdes siempre sobrevoló la imagen de Delibes, que estudió allí hasta 1936. Era un nombre que se citaba como una figura imponente que prestigiaba aún más a su alumnado. No podía imaginar, pasado el tiempo, que sus novelas dejarían honda huella en mí. Sobre todo porque, en el colegio, leíamos 'Diario de un cazador' y me causaba una ambigua impresión de curiosidad y desagrado.
Hay hombres arraigados y hombres desarraigados. Aquellos tienen sus matrices hundidas en las capas profundas de la existencia por donde corren las aguas nutricias del ser humano. Las tienen allí. Y allí las sostienen, ya que también ellas pueden ser amenazadas por la violencia que las arranca, dejándolas primero mustias y luego secas. Desde esa inserción resisten en épocas de sequía.
Descubrí a Miguel Delibes en un viaje en tren, en una tarde de ferragosto, cuando en la librería de ferrocarriles de Valladolid me hice con 'Diario de un cazador'. Me encantaban las chiribitas, pero no sabía así llamarlas. Distinguía un ulmus de otros árboles, sabía que era planta dioica, pero no distinguía un olmo de una olma. Quizá no, sin duda fueron esas palabras y otras similares las que me engancharon a la lectura de Miguel, y más tarde, al conocernos personalmente, a una impagable amistad.
Ocurrió en el verano del 91, en el hotel Felipe II de El Escorial. La Complutense, en su programa de los Cursos de Verano, rendía ese año homenaje a Miguel Delibes y su obra, bajo la batuta de José Jiménez Lozano. Recuerdo que entre los participantes figuraron un chispeante Rafael Alberti, acompañado de Rosa Chacel, los dos con el pelo blanco. También intervino, entre otros, el historiador inglés Raymond Carr, que confesó que Delibes era para él una fuente histórica, porque su obra reflejaba la sociedad española de su tiempo, sobre todo la burguesía castellana.
Para quienes somos de a pueblo y tuvimos la fortuna y la dicha de gozar de una niñez al aire libre y a campo abierto, la obra de Miguel Delibes ambientada en el agro castellano es literalmente, en el sentido del manido dictum rilkeano, nuestra patria. No sé cuándo lo leí por primera vez, ni qué novela, supongo que sería 'El camino' o tal vez 'Las ratas', tampoco recuerdo en qué orden, en el BUP, porque en casa naturalmente no había ningún libro. Y cómo no identificarme con aquellos rapaces.
Desde un punto de vista estrictamente literario no creo que sea pertinente, ni siquiera justo, conjeturar las «posibilidades de supervivencia» de un escritor o perder el tiempo calibrando si ha alcanzado «categoría suficiente para afrontar la inmortalidad literaria», porque es tarea incierta adivinar los derroteros estéticos del futuro, porque las obras pertenecen siempre al presente y porque ninguna hipótesis futurista refrendará ni acrecentará el mérito de una obra más allá de sí misma.
No conocí a Miguel Delibes personalmente, aunque hablé con él un par de veces por teléfono cuando trabajé en el suplemento 'Culturas', de 'Diario 16'. Y tengo también un par de libros suyos dedicados, que debió enviarme a la redacción: 'He dicho' y 'Diario de un jubilado'. Pero puedo decir que Miguel Delibes forma parte de mi vida desde que yo era una niña. No debía de tener ni 10 años cuando leí 'La hoja roja' en el teleclub del pueblo, era el número 17 de aquella colección de color naranja de la Biblioteca Básica Salvat de RTV.
Tengo una imagen grabada en la memoria: la foto que Oriol Maspons hizo a Miguel Delibes y Esther Tusquets, en la sobremesa tibia de una tarde otoñal, ella adormilada y Delibes con la vista clavada en algún punto incierto del paisaje. Tan incierto que se diría que mira hacia dentro. Delibes publicó con Esther 'La caza de la perdiz roja', en la colección Palabra e Imagen. Esta fotografía, que no era para el libro, representa mejor que ninguna otra un mundo literario al completo. Autor, editor.
La angustia del tiempo cruzó por mi pecho cuando leí mi primer libro de Miguel Delibes, 'La hoja roja'. Era muy joven. Me sentía muy lejano de la historia, la jubilación de un funcionario que durante muchos años solo había vivido para su trabajo, su sentimiento de que ya nada le quedaba por hacer en la vida. Mientras leía el libro en horas de hambre universitaria la voz de la muerte avanzaba por las palabras quedándose en mi silencio. Adentro sonaba como un violín herido.
El pasado 17 de octubre se cumplió un siglo del nacimiento de Miguel Delibes en Valladolid. Novelista inolvidable, director de El Norte de Castilla, miembro de la Real Academia Española y amante de la naturaleza, Miguel Delibes se erige cien años después de su nacimiento como un símbolo que traspasa las fronteras de la literatura para encarnar la figura del hombre decente, auténtico, coherente y comprometido con los valores humanos.
No había cumplido 20 años cuando empecé a labrarme un porvenir, como decían nuestros mayores. Todas las tardes laborables del otoño de 1961 subía los escalones de la Biblioteca Nacional de Madrid y en la sala de lectura abría mi libro de cabecera. Leía: «La pregunta qué es el Derecho…» y a continuación las palabras que debían convertirme en alguien de mérito, esas palabras memorizadas en la biblioteca –usucapión, enfiteusis, ológrafo– que repetía al volver a casa para no olvidarlas.
Hay pocos autores cuya obra se pueda respirar como en el caso de Miguel Delibes. La palabra, el paso y la mirada tuvieron en ella la genética del aire libre y, como él mismo expresó, «la fecundación de la Naturaleza». La palabra, el lenguaje, buscó siempre la precisión de la poesía, el nombrar creando lo nombrado en los ojos y en el espíritu del lector.
Delibes no fue el único que advirtió esa situación, pero sí el que con más cercanía y conocimiento la describió tanto en sus primeras obras como en las últimas, entre las que transcurrió más de medio siglo, lo que da una idea de su fidelidad a sus convicciones. Sin necesidad de salir de su Castilla natal, Delibes, como muchos escritores de su cuerda ...
En la casa de mis padres había un libro y dos autores sagrados, a los que no se les apeaba el tratamiento. El libro era 'El Quijote' y a los escritores los diferenciábamos por el apellido, porque compartían nombre: Miguel de Cervantes y Miguel Delibes. Ambos con su don delante.
Todo empezaba siempre con las uvas albillo que le llevaba La Paca. Ya días antes él mismo lo anticipaba, pero era con las uvas de La Paca con las que se formalizaba el cumpleaños. La Paca había trabajado toda la vida en casa de sus padres y no olvidó aquel día en que el joven Miguel la llevó en taxi a Simancas, porque su marido había sufrido un ataque al corazón.
Delibes no formó parte de mis primeras lecturas. Hablo de mediados de los años sesenta cuando, al llegar a la universidad, empecé a leer compulsivamente. Fue un tiempo de descubrimientos, donde agobiados por la miseria moral y estética del franquismo, buscábamos referencias y textos acordes a nuestros deseos de libertad.
Cada verano, la familia Delibes de Castro celebra en Sedano (Burgos) la Clásica MAX , una carrera ciclista que rinde homenaje a sus padres. Se inicia el recorrido con un grito común de todos los participantes: «¡La X somos todos!». Así se recuerda a Delibes, como esforzado ciclista, que llegaba a recorrer más de 100 kilómetros para poder estar con su novia un par de horas.
Lo único que pretendo es llamar a las cosas por su nombre y saber el nombre de las cosas», decía Delibes de sí mismo. Puede parecer una frase menor, como de excusa ante quienes le acusaban de hacer literatura, pero es un enunciado enorme, por algo Jiménez Lozano resumía la semblanza del amigo muerto con esa misma idea: «Si Delibes narra y cuenta, lo que hace es nombrar, y nombrar se dice pronto pero es todo un logro literario».
El camino' fue una de las lecturas de mi infancia y el libro que me hizo descubrir a Miguel Delibes. En casa de mis padres tienen una edición muy bonita de 1964. Daniel el Mochuelo, Germán el Tiñoso y Roque el Moñigo interpretaban el mundo a su manera. Los pensamientos de Daniel reflexionando sobre todo lo que había pasado y el dolor de las pérdidas, hacían que yo también pensara en los abismos de la vida.
Cuando en 1993 me concedieron el Premio Miguel Delibes por 'Las visiones de Lucrecia', sentí una enorme satisfacción al honrarme con su nombre. Ya desde el Bachillerato, en que descubrí 'El camino', Daniel el Mochuelo permanece en la galería de mis personajes inolvidables.
Tendría unos doce o trece años cuando leí mi primer Miguel Delibes. Encontré el volumen en casa, en un armario que custodiaba los pocos libros que habían pertenecido a mi abuelo paterno, dormidos en un par de baldas donde las novelitas del oeste compartían feliz cohabitación con algunos ejemplares de la Biblioteca Básica Salvat, aquella colección setentera de cubiertas ocre con un cuadrado de color que distinguía géneros.
A Miguel Delibes lo conocí –no personalmente, esto se produjo ya en los noventa– a través del correo y el teléfono, a mediados de los ochenta del pasado siglo. Yo estaba en 'Diario 16' y dirigía las páginas de Cultura y Espectáculos, además del suplemento literario 'Culturas'. Él siempre fue un atento seguidor y colaborador. Cuando creíamos que había algún tema sobre el que le interesara escribir, nos poníamos en contacto con él y, por lo general, nos enviaba un texto magnífico. Una vez tuvimos un pequeño incidente debido a nuestra audacia juvenil y periodística.
Parafraseando a Miguel Delibes en su encomiable discurso de ingreso en la RAE, permítanme un inciso sentimental e íntimo: mi idilio con las palabras escritas por Delibes facilitó que aprobara la prueba de acceso a la Universidad para estudiar Periodismo, donde cayó uno de sus textos, 'El Camino' (¡Ay, Daniel el Mochuelo!). Todavía recuerdo la mueca de felicidad en mi rostro al ver el enunciado del examen.
Pienso en el hecho de escribir. A solas. En el bullicio de un café que produce esas burbujas naturales y herméticas… O acompañada por los murmullos de la noche, en la cocina, por ejemplo, cuando todos se han acostado mientras tú robas horas al sueño, porque has caído presa de uno superior. Los escritores a menudo tenemos la sensación de llevar a cabo nuestro trabajo a hurtadillas, como ladrones de nuestro tiempo, y, peor aún, del que deberíamos dedicar a nuestros seres queridos.
Conocí a Miguel Delibes a finales de los sesenta, cuando mi tío Jerónimo –gran cazador y pescador de caña– me dio a leer, para que dejara de incordiarle con mis reparos éticos y estéticos a sus actividades depredadoras, 'El amor propio de Juanito Osuna', un relato excepcional, como tantos de los suyos, en el que el autor ironizaba sobre los vicios propios de los entonces numerosos practicantes mesetarios de caza menor, él incluido. Quedé literariamente deslumbrado.
El escritor y el hombre no siempre coinciden. Hay escritores capaces de inspirarnos, hasta de apasionarnos con sus textos, pero luego la persona que hay detrás no se ajusta a nuestras expectativas. De hecho es un consejo ampliamente difundido que, si te gusta un autor, mejor no lo conozcas en persona no vaya a ser que te defraude. A mí me hubiera gustado mucho conocer a Delibes. Hubiera sido como encontrarme con un personaje de mi familia paterna, salmantina, como mi abuela, que supo transmitirme el amor a la tierra de Castilla y a sus gentes.
La primera vez que leí 'La sombra del ciprés es alargada', avisado de los vínculos con mi ciudad de Ávila, me sorprendió la extraña belleza de la historia (sobre todo de la primera parte) y el ritual de los espacios que para mí, como abulense, eran tan familiares. Era yo casi adolescente. Me habían regalado la edición blanca de Destino, con la portada claramente alusiva a la ciudad.
Conservo, desde hace trece años, la entrevista que Antonio Astorga hizo en 'ABC' a Miguel Delibes, un día antes de que el escritor cumpliera 87 años: es decir, el 16 de octubre de 2007, y con motivo de la inauguración de un Congreso Internacional sobre sus 'Obras Completas', recién editadas por Círculo de Lectores y Destino.
Una novela grande es aquella que en algún momento nos incita a levantar los ojos de sus páginas y, con el pensamiento en suspenso, escuchar el eco de las palabras que acabamos de leer. A mí esto me ha sucedido sobre todo con dos novelas de Miguel Delibes: 'Las ratas' y 'Los santos inocentes'.
Mi primer encuentro con Miguel Delibes fue en el verano o en el otoño de 1945. Manuel Alonso Alcalde, Luis López Anglada y yo, con Antonio Merino, habíamos publicado ya cinco números de la revista 'Halcón' ignorando la norma de que toda publicación periódica debía hacerse bajo el amparo oficial de un carnet de periodismo.
Cuando Miguel Delibes se encontró finalmente con la hoja roja del librillo de papel de fumar y nos abandonó para siempre, pensaba yo que habíamos perdido no solo a un hombre de bien y a un prodigioso narrador, sino también a alguien que sabía cuidar, con todo esmero, los ingredientes lingüísticos en que sustentaba sus historias.
Túmulo de vanidades literarias, las librerías de viejo nos ponen frente con frente con no pocos escritores caídos de un éxito aparatoso a la discreción injuriosa del olvido: cinco millones de ejemplares vendió Pérez y Pérez, y hoy solo nos sirve de apólogo moral. Habitualmente los escritores perviven por la devoción de unos pocos. El caso de Delibes es llamativo –y consolador–, pues fue, al mismo tiempo, capaz de llegar muy hondo a mucha gente y capaz de ganar la admiración de los expertos.
Veo a Miguel Delibes terminando de escribir o corrigiendo 'Señora de rojo sobre fondo gris'. Puliendo cada imagen de la fotografía de Ángeles de Castro, porque en esa novela se convierte en pintor y tiene que hacer frente al lienzo en blanco tras perder a su esposa. Solo cambia de armas: se describe a sí mismo, y el bloqueo de palabras es un trazo de humo.
No soy yo de esos lectores que esté dispuesto a leer más de una vez una novela. Es una cuestión de optimización de recursos. El tiempo es un bien limitado que nunca vuelve y hay tanto por leer que no me planteo repetir inversiones literarias por mucho que el disfrute esté garantizado.
Qué difícil hablar sobre Delibes en telegrama. Mi amistad con Miguel se remonta a 1973, por iniciativa de Jorge Guillén. Tres años antes, el maestro del 27 se había retirado de la enseñanza, debido a un accidente en Puerto Rico, y por causas no aclaradas, alguien pensó en la redacción de El Norte de Castilla que ya no le interesaba la lectura del periódico. Gran error.
Altas pirámides de libros blancos tapan las puertas de la librería Gandhi en la ciudad de México y hay que pasar a su lado con cuidado. ¿Serán 'Santos inocentes'? Solo Miguel Delibes provoca entre nosotros en México estas aglomeraciones de jóvenes lectores ávidos y risueños. Jóvenes y casi niños salen con un libro en la mano y se van volando como los pájaros apenas sale el sol.
Recuerdo que, hacia las postrimerías de su vida, alguien decidió postular la candidatura de Miguel Delibes al Premio Nobel. Sus promotores, tan enternecedoramente ingenuos, ignoraban que un escritor como Delibes reunía las características indispensables para que el jurado nobelero se hiciese el sueco.
He de comenzar por la memoria de una vieja pérdida. Me apasionaba la literatura, casi ya desde niño. Cuando estudiaba el Bachillerato, a través de alguno de los manuales, llegó a mi conocimiento el nombre de Miguel Delibes. Quedé enseguida fascinado por su prosa, al tiempo que por sus historias.
Celebramos el centenario del nacimiento de Miguel Delibes en estos tiempos tan extraños que nos está tocando vivir, cuando la mayor parte de las conversaciones giran alrededor de palabras relacionadas con la enfermedad y con una forma de vida sometida a las restricciones que la amenaza de la enfermedad ha dejado caer sobre nosotros: coronavirus, pandemia, confinamiento, mascarilla…
Los santos inocentes' es una novela emblemática que representa como pocas a la España árida de los años sesenta, cuando las esperanzas de una alternativa al franquismo se veían aún lejanas, y el sistema se prolongaba en la desigualdad y en la miseria rural, que es uno de los contrastes maestros pintados en este lienzo sombrío, la novela de Delibes que yo prefiero entre todas.
Quiero defender brevemente una hipótesis arriesgada: toda la obra de Miguel Delibes, ancha, larga y honda, está escrita en castellano. Un viejo pero no envejecido ensayo de Amado Alonso recordaba años atrás que «en las ciudades españolas es más frecuente llamar a nuestro idioma español; en los campos, castellano».
Agradezco que se me permita proclamar una vez más por escrito mi admiración por Delibes. Una admiración que se remonta a mis años de estudiante en la Universidad de Barcelona cuando, gracias al profesor Antonio Vilanova, descubrí a Delibes, cuya obra comencé a leer con fascinación y que he seguido leyendo, desde entonces, durante toda la vida. Este mismo verano, tras terminar el volumen de sus textos periodísticos, me preguntaba, como su estudioso Ramón Buckley, qué hubiera opinado Delibes de la pandemia, que, de un modo tan catastrófico, ha cambiado nuestras vidas.
Miguel Delibes fue el primer escritor que, en el aula de un Ávila aún bajo la sombra de un ciprés, me habló como un amigo. Había otros escritores que me hablaban, que hablaban a los aprendices de letraheridos como amigos, pero eran escritores que no entraban en clase. Con ellos charlábamos en horas robadas a las obligaciones escolares o en la siempre apasionante madrugada.
El cuento, como género, en la literatura española ha tenido pocos, pero excepcionales autores. Uno de ellos es, con inmensa modestia, Miguel Delibes. Conocido por sus grandes novelas, sus libros de andar y ver, en los cuentos Delibes deposita una sensibilidad inmediata, un sereno golpe de efecto, una atmósfera a menudo sórdida, siempre entrañable, cercana no solo al lector sino a los protagonistas. Hay algo cervantino en el tratamiento a los personajes.
Leí 'Los santos inocentes' a comienzos de los noventa, una época en que los latinoamericanos considerábamos a nuestros escritores como semidioses: Mario Vargas Llosa había sido candidato a presidente, Gabriel García Márquez viajaba con Fidel Castro, Carlos Fuentes cenaba con Bill Clinton...
Parafraseo el título de la primera obra con la que el escritor aquí homenajeado irrumpió en la historia de nuestra literatura. Con él entablé el sólido y fecundo parentesco que se establece entre el lector y el autor cuando el primero es aún cachorro y el segundo es ya un maestro desde su primera obra.
Entré en el planeta Delibes en los años setenta por una puerta extraña y poco previsible. Como cualquier furioso lector joven leí su última novela, 'Parábola del náufrago', en la convicción de que lo último escrito subraya siempre lo entregado anteriormente por el autor.
Llego algo tarde a este presente y lo siento. No he estado en la ciudad y sí en bajos vientos y silencios. No sé si esperaba que la noche durmiera o que despertara el alba para borrar aquella noticia del final de Miguel Delibes, abriendo admiración y respeto a él y su magnífico camino de escritor y persona.
Aquella «niña chica», el húmedo chozo oscuro construido con resignación impuesta y encanallada entre la paja y las piedras. Imágenes como de tiempo mítico cuya infamia soportaría desplazándola al territorio de lo simbólico. Pero Miguel Delibes no me deja...
El román paladino, que decía Gonzalo de Berceo, «en qual suele el pueblo fablar con su veçino». Paladino, o sea, claro, con la transparencia del español entrañado de tierras adentro frente a la retórica del registro oficial y el artificio de la lengua literaria. Yo creo que Santiago de los Mozos clavó en la diana el dardo de la palabra en uno de los Cursos de Verano de la Universidad Complutense en El Escorial, dirigido por Jiménez Lozano y organizado por mí, vicedirector y cofundador de los mismos bajo la dirección de José Antonio Escudero.
El magisterio de Delibes derivaba no solo de su escritura, también de su actitud tímida, y distante. No sé la de veces que me habré leído 'Viejas historias de Castilla la Vieja'. Otro tanto podría decir de 'Mi querida bicicleta' o de 'Castilla habla'. ¿Por qué vuelve uno a los libros ya leídos? Acaso porque no se les acaba la magia, porque algo flota en ellos que nos sigue fascinando como el Romancero.
Nunca tuve ocasión de saludar a don Miguel. En los años que compartimos 'vida literaria' él era uno de esos titanes de las letras que imponían respeto solo con mencionarlo. Sin embargo, a diferencia de lo que me sucedió con Ana María Matute o con Ruiz Zafón, no hubo gala, feria o tertulia en la que nuestras vidas se cruzaran. Yo, naturalmente, lo seguía con admiración. Ambos compartíamos amor por eso que ahora se llama –un tanto cacofónicamente para mi gusto– 'la España vaciada'...
A diferencia del fragmento que solo puede proporcionar la intensidad –cuando la tiene– del detalle, el gran arte nos pone en comunicación con la totalidad. De ahí que lo que en nosotros genera sea una especie de panóptica que contiene y refleja a la vez un sentido y su complejidad. La obra de Delibes es la de un maestro, que domina la técnica y los recursos de la novela y que en cada empeño se exige un nuevo paso y un reto y desafío más.
Conocí a Miguel Delibes como muchos otros, en las páginas de 'El camino', prescrito en mi Bachillerato como lectura escolar. El encuentro con sus páginas pronto apartó el fastidio del deber para reemplazarlo por el placer de lo apetecido. Más allá de los avatares de Daniel, el Mochuelo, que remitían a una España rural que ya no era ni la mía ni la de mis padres, sino la de mis abuelos, me ganó al instante la voz que sonaba en mi oído, como suenan las palabras de los narradores verdaderos...
Nadie va a descubrirnos las capacidades de Miguel Delibes para crear un mundo que trasciende la realidad de la que surge, su compasión cervantina, el uso perfecto del lenguaje. Su obra está llena de novelas que lo demuestran. Lo interesante, piensa uno, es el camino por el que esa obra se fue construyendo a partir de 'La sombra del ciprés es alargada'. Su segunda novela, 'Aún es de día', podría hacer pensar que la primera fue un anuncio fallido, el principio y el fin de un escritor prometedor.
El camino' cayó providencialmente en mis manos en diciembre de 1960. Recuerdo bien la fecha porque acaba de cumplir trece, y aún no me había repuesto del atracón que supuso la lectura consecutiva de 'Sinuhé el egipcio' y 'Al este del edén', siempre bajo el amparo nocturno de una linterna y la sábana por toldo para no importunar a mi hermano Juan Víctor. Ya por entonces yo quería ser escritor, yo quería ser escritor, yo quería ser escritor.
Fue, el primer año que pasé en Valladolid, en 1971, la única compañía que tuve de veras: la lectura de los libros de Delibes. En la casa del hermano de mi padre, donde viví entonces tres o cuatro meses, había cinco o seis. No había casa burguesa vallisoletana donde no estuvieran sus libros. Delibes tenía esa rara virtud en un escritor de caerle bien a todo el mundo, a los que lo leen y a los que no.
El pulso literario, la estética de Miguel Delibes están presentes, a la vista o agazapados, en no pocas páginas escritas ya en su tiempo y después. Su influencia es indudable. Del conjunto de sus novelas, muchas de ellas ya clásicas, me quedo en esta ocasión con una sorpresa: 'Parábola del náufrago', publicada en 1969.
Soy lector fiel y admirador de la obra de Miguel Delibes, quien me parece una de las cumbres de la literatura española del siglo XX. Es un autor muy querido para mí, que evoca mi formación como escritor. He aprendido mucho de Delibes, y sigo aprendiendo. Veo en él un enorme ejercicio de honestidad y de talento literario.
El lunes 30 de marzo de 1981, todavía abochornado por el esperpento de Tejero, me encontré con Miguel Delibes en un hotel de Ámsterdam, adonde él había llegado en coche junto con su hija Elisa y su yerno, y yo en avión directamente desde Santiago de Compostela. Ya nos conocíamos previamente, y yo era un empedernido lector suyo, pero entonces tuve la oportunidad de oro de convivir con el escritor durante varios días, en que lo acompañé en sucesivas conferencias que dimos también en Rotterdam y La Haya.
Creo que nunca vi a Miguel Delibes (1920-2010) o solo una vez en su Valladolid. Pero siempre fue para mí –aunque mi generación no era en general devota del maestro– un escritor, un novelista familiar. Durante mis años universitarios hube de leer y escribir sobre 'Cinco horas con Mario', que era lectura obligatoria. Y uno de aquellos veranos leí 'Viejas historias de Castilla la vieja', casi en honor de mi abuelo materno, que fue castellano viejo y después 'Parábola del náufrago'...
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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