Adolfo García Ortega: «Siempre me ha parecido que Delibes era un escritor que buscaba renovarse en cada novela, que buscaba inventar libros diferentes. Y lo conseguía, logrando, de paso, satisfacer con creces a un público fiel»
En mi infancia y adolescencia en el Colegio Lourdes siempre sobrevoló la imagen de Delibes, que estudió allí hasta 1936. Era un nombre que se citaba como una figura imponente que prestigiaba aún más a su alumnado. No podía imaginar, pasado el tiempo, que sus novelas dejarían honda huella en mí. Sobre todo porque, en el colegio, leíamos 'Diario de un cazador' y me causaba una ambigua impresión de curiosidad y desagrado.
Fue luego, tras de leer 'Mi idolatrado hijo Sisí', cuando entré en el novelista para quedarme entre sus páginas como lo que es, una cumbre de la literatura española. 'El camino', 'La sombra del ciprés es alargada', 'Las ratas', 'Los santos inocentes' fueron novelas que me habitaron y me habitan aún, hasta llegar a 'El hereje'. Al contrario de lo que otros pueden pensar, siempre me ha parecido que Delibes era un escritor que buscaba renovarse en cada novela, que buscaba inventar libros diferentes. Y lo conseguía, logrando, de paso, satisfacer con creces a un público fiel. Con los años, terminé por mandarle alguno de mis libros, que él recibía con amabilidad y me enviaba algunas letras de cortesía y agradecimiento que forman parte de mi fetichismo personal. Una vez le escribí que Valladolid era una fábrica de escritores y de ciclistas. Le hizo gracia la comparación, porque tenía una relación muy especial con la bicicleta. Parecía un hombre muy serio, pero mostraba un humor socarrón e irónico, quizá para solapar esa amargura que arrastraba y que Manu Leguineche me dijo una vez que era doble: por su mujer y por la España de Franco.
Si Cela obtuvo el premio Nobel, mucho antes y con más motivo debió tenerlo él. Pero quizá fuese porque, en política, Cela tenía pocos escrúpulos y Delibes muchos.
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