Juan Manuel de Prada: «Delibes logró, a través de un ejercicio de introspección en la pura médula de la naturaleza humana, a través de una mirada limpia y misericordiosa, ofrecernos una galería de personajes en el difícil trance de la soledad o el acceso a la madurez»
Juan Manuel de Prada
Sábado, 12 de diciembre 2020, 08:45
Recuerdo que, hacia las postrimerías de su vida, alguien decidió postular la candidatura de Miguel Delibes al Premio Nobel. Sus promotores, tan enternecedoramente ingenuos, ignoraban que un escritor como Delibes reunía las características indispensables para que el jurado nobelero se hiciese el sueco. Su literatura no contenía esos ribetes cosmopolitas o pintorescos que tanta fortuna proporcionan a los escritores mediocres: en sus novelas no comparecen obispos levitantes, ni urbanitas angloaburridos que divagan pelmazamente, sino paisanos que cultivan pasiones antiguas y elementales. Además, Miguel Delibes no se había comportado nunca como un buhonero de los buenos sentimientos o un ventajista ideológico, de esos que proclaman su compromiso con los oprimidos cada vez que avizoran un micrófono por los alrededores, entre otras razones porque ese compromiso está inscrito en su prosa transparente, compadecida siempre de sus criaturas, capaz de reírse de los vicios humanos sin ensañamiento, como solo saben hacerlo los creadores superiores. Inevitablemente, la candidatura de Miguel Delibes no tardó en desinflarse.
Y es que Delibes es, en efecto, un novelista antinobelero, con una obra narrativa veteada de un humanismo de la mejor ley, habitada de criaturas vívidas y memorables, ensimismada en su búsqueda de una autenticidad que nada tiene que ver con el casticismo o la moraleja. Delibes logró, a través de un ejercicio de introspección en la pura médula de la naturaleza humana, a través de una mirada limpia y misericordiosa, ofrecernos una galería de personajes en el difícil trance de la soledad o el acceso a la madurez; personajes en íntima conexión con el paisaje físico y moral que los había procreado que nos mostraban su alma aterida, sus sentimientos en carne viva, con esa forma de sabrosa austeridad que caracteriza al escritura de Delibes. Una escritura sin alardes formales, pero al mismo tiempo desdeñosa de afectados desaliños, que devuelve a las palabras su misión primigenia de mencionar con exactitud las cosas y desvelar su sentido más profundo.
Además, para hacerlo todavía más antinobelero, Delibes se mantuvo siempre leal a sus convicciones, tanto éticas como estéticas. Nunca dejó de hacer profesión de su cristianismo, ni se apuntó a esas corrientes presuntamente renovadoras que disfrazaron tantas mediocridades con los oropeles de la «ruptura del discurso de la novela tradicional» y demás zarandajas limítrofes. Nunca dejó, en fin, de desvelar literariamente su universo personal y de mantenerse fiel a sus asuntos esenciales: la execración de cierto progreso que aniquila la iniciativa del hombre y lo aborrega, el análisis de la soledad y la incomunicación como gangrenas que corrompen el sentido natural de la vida, la crueldad del poderoso, el desvalimiento del débil y, en definitiva, esa tranquila oposición del escritor libre a las instancias que nos confiscan el alma.
Gracias a Dios, el nombre de Delibes no quedó asociado al del inventor de la dinamita. Seguirá, en cambio, asociado a la legión de sus lectores, que leyéndolo confirman aquella sentencia infalible: «El estilo es el hombre».
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