El hombre puede cambiarlo todo –me decía–, transformarse hasta físicamente, enmendar su vida, sus instintos, sus costumbres, pero jamás podrá modificar la luz que porta dentro de sí y a cuya claridad examina la mesmedad de su paso. El hombre libremente puede elegir su camino, ... pero no puede alterar a voluntad la luz bajo la cual camina». Podría ser ésta perfectamente una cita de 'El hereje', la obra de la que los que saben dicen que fue su testamento literario. Sin embargo, pertence a su opera prima, 'La sombra del ciprés es alargada'. La libertad del hombre, esa bujía interior que ninguna represión, ninguna incuria puede apagar, ni siquiera con la tortura o la muerte, forma parte del lenguaje esencial de Delibes desde la primera hasta la última de sus creaciones.
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Un núcleo duro, el de la libertad interior, casi siempre frente a fuertes y devastadoras tormentas, que sin duda formó parte de su carácter, de su modo de ser ante los demás y con él mismo. Y que al propio tiempo constituyó, constituye, seguramente la materia esencial con la que el autor de 'El hereje', 'Las ratas' o 'El camino' construye su visión del mundo. Igual en el periodismo que en la literatura. Sí, porque ese mismo espíritu rebelde que le hizo ser elegido para devolverle a El Norte todo lo que pudo rescatar del viejo espíritu liberal de su tío Santiago Alba, contribuyendo de manera poderosa a sacar del cargo de director al sacerdote falangista Gabriel Herrero, colocado por el régimen franquista, le sirvió también, durante no pocos años, para colocarse en la vanguardia de la prensa española en su defensa de la libertad de expresión. Una historia que, como sabemos, acabó mal. O no. Porque si bien es cierto que la brega contra la censura le costó su puesto como director del periódico, también es verdad que su «cambio de instrumento», como él mismo decía, del periodismo a la literatura, le terminó convirtiendo en una de las grandes referencias de la narrativa en español del siglo XX.
Mucho sabía el Delibes periodista, hasta el poso de la amargura, lo que fue en su tiempo luchar por la libertad de expresión. Ese segundo paso del ser humano que significa no solo vivir al amparo de la luz de interior de su libertad individual, sino, más allá de eso, expresarlo, hacerlo público, convertirlo en materia de libertad colectiva, de debate crítico entre los vecinos, los ciudadanos de su entorno. El prójimo, que tanto le gusta decir a José Luis Alonso de Santos.
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A la hora de escribir 'El hereje', sin embargo, su última obra, y definitiva, aquel Delibes de 78 años que ya era libre interior y exteriormente, reconocido por los críticos y adorado por sus lectores, y que había sorprendido a propios y ajenos con su discurso anticipatorio de ingreso en la Real Academia Española, quiso también de alguna manera cerrar el ciclo de su propio discurso sobre la libertad hablando no solo de su ciudad, no solo de la historia de su ciudad y de la historia del pensamiento español y europeo, sino también de algo que le preocupó enormemente a lo largo de toda su existencia, como fue la libertad de conciencia. No solo la libertad de ser o la libertad de expresarse. Más allá de eso, la libertad de pensar y de creer frente a los pensamientos y las creencias 'oficiales', impuestos por el dogma o por la fuerza. Pero también frente a la propia sostenibilidad personal.
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Bastaría por ejemplo con poner frente a frente, como en un espejo fuera del tiempo, a la Menchu de 'Cinco horas con Mario' y al que se prefiera entre los atribulados protagonistas de 'El hereje' para darnos cuenta del peso absoluto que tiene la conciencia en la obra de Miguel Delibes. Algo que se respira en cualquiera de sus novelas, claro, pero yo quiero recordar, además, que también se respiró en un momento muy concreto de la vida política y social de España, con el peso específico que tuvo en un periódico como El Norte de Castilla aquella reflexión general sobre la conciencia que estalló al mismo tiempo en toda Europa a raíz de las reuniones del Concilio Vaticano II. La respuesta de la Europa 'cristiana' ante el desafío del marxismo, a un lado del Muro de Berlín, y el vacío existencial que habían dejado en el continente, al otro, las dos guerras mundiales. Algo de lo que sin duda hablaron largo y tendido, no sé si enconciliábulo o en consejillo, dos personajes como Delibes y su enviado especial al gran hervidero de ideas de aquel momento, José Jiménez Lozano. Ese magma vivo de creencias e ideologías en ebullición que fueron aquellos años.
'El hereje' no habla, desde luego, de la España ni de la Europa de los años cincuenta y sesenta, donde se cuajó el gran Delibes que hoy es un mito literario, pero sí de la Valladolid y del imperio europeo de Carlos V, donde las luces interiores de la libertad de conciencia podían terminar, y de hecho terminaban en no pocos casos, en las luces mayores, terribles, de las hogueras. Pensando en estas cosas, y con esfuerzo más que notorio por su parte, quizás Delibes quiso cerrar su obra, un poco por amor a su ciudad y otro poco por fidelidad a sus propias inquietudes, a su conciencia, con una obra diferente a las demás, puede ser, pero tan profundamente suya, sino más como todas las otras.
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