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Fermín Herrero
Valladolid
Viernes, 22 de noviembre 2019, 07:28
Solían compararlo con Ernest Hemingway por ese instinto narrativo, seco, muy difícil de alcanzar, y supongo que no le gustaba, porque prefería arrimarse a la ... sombra benéfica de John Dos Passos o William Faulkner. Si bien pienso que Jim Harrison fue siempre a su aire, dejándose llevar tan solo por su poderoso olfato a la hora de urdir tramas por encima del tiempo. Aparte de novelista, y poeta en sus inicios neoyorkinos a la estela de Rimbaud, fue asalariado como guionista de Hollywood, «un mostrador de carne» según sintagma despectivo de uno de sus personajes, de donde huyó «porque no me quería morir», aunque conservó una honda amistad con Jack Nicholson. Nació en Michigan, se crio en Minnesota y se asentó en Montana, sobre todo por su afición a la pesca con mosca, hasta su muerte en Arizona en 2016. Y aquí no me resisto a reproducir parte de uno de los soberbios colofones que le dedicó la editorial a la que me referiré a continuación: «Big Jim, como los auténticos escritores fue hallado literalmente con la pluma estilográfica en la mano y un poema a medias sobre la mesa de su modesto rancho de Sonoita Creek, en las montañas de Santa Rita, junto a uno de los últimos arroyos permanentes de todo el sur de Arizona, rodeado de perros, caballos y álamos, pero también de todos los peces y aves que no pueden encontrarse en ningún otro lugar a cientos de kilómetros a la redonda, epicentro de tanta vida y tantos libros».
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Este año, con motivo del cuarenta aniversario de su publicación, Errata Naturae, que en 2018 editó en nuestro idioma 'Dalva', según muchos críticos su mejor novela, y anuncia 'Sundog', nos ha obsequiado con una edición conmemorativa de lujo, en tapa dura, de 'Leyendas de otoño', colección de tres 'nouvelles' que es, gracias a las adaptaciones al cine, su libro más conocido. Ya el comienzo de la inicial, 'Venganza', nos da una idea de la crudeza de su narrativa: al amanecer, los buitres cortejan, a punto de abalanzarse sobre él, a un cuerpo tendido, desnudo, «apaleado y desollado» no se sabe si vivo o muerto, probable víctima, como contrabandista, de «las guerras de la droga que asolaban la frontera», aunque luego resulta ser «un gringo puro», un granjero de Indiana. Una de las aves carroñeras, que acaba de zamparse una serpiente de cascabel aplastada por un camión, se acerca cauto al hombre que agoniza. También acechan los coyotes. El moribundo «fue arrojado de un coche la noche anterior», en el trayecto entre Nogales y Hermosillo. A partir de ahí, como es costumbre en su obra, se confrontan la violencia, mejicana, border en este relato, con la ternura y la compasión, aunque sea «insidiosa».
Como todo narrador de raza que se precie, Harrison singulariza a unos personajes rotundos, en 'Venganza', por ejemplo, el misionero y médico menonita, Diller, que prefiere «los paganos y la agreste belleza de aquella tierra, su abnegada ironía y su fatalismo precristiano», lo mismo que el mentado protagonista, del que dice, al tiempo, ya en un Durango parecido «a Montana, y también a ciertos lugares de Castilla», que «la hinchazón había remitido, pero la herida había desviado el ojo hacia abajo y veía con dificultad» y nos viene a las mientes la propia imagen bronca y desaliñada del autor, que perdió la visión de un ojo en la infancia, debido a un incidente con una niña. Y qué decir de Nordstrom, el chico del norte de Wisconsin, hijo de inmigrantes noruegos, austeros luteranos, «aficionado a bailar solo», en el que se centra la segunda de las narraciones, más psicológica e introspectiva que la anterior, 'El hombre que renunció a su nombre', que de pronto se pregunta, inmerso en la crisis de la mediana edad, si todo lo que ha hecho en su vida, que podría ser la de cualquiera de nosotros, no habrá sido un «completo error». O de Tristan, el hermano mediano de 'Leyendas de otoño', cimarrón total, aventurero, intrépido marino y traficante, contrabandista proscrito.
En realidad todos sus personajes son, según una crítica de la sección de libros de 'The New York Times', «individuos irrepetibles», «auténticos pura sangre», siempre unidos, diríase a mayores que fundidos, al colosal paisaje, marcado con frecuencia por el legado indio: «los desiertos indómitos, las llanuras interminables, los bosques y los arroyos de lo que una vez fue la frontera», lejos de los núcleos urbanos, en la inmensidad del campo asilvestrado de Norteamérica. Esta fusión es especialmente afortunada en 'Dalva', donde, aparte de recobrar la destrucción de las últimas tribus indias a finales del s. XIX, da voz a esta brava mujer, indomable, criada en «Nebraska y en latitudes más propias de los caballos», en la «parte alta del Medio Oeste», pero se puede apreciar en cualquiera de sus narraciones, estoy pensando ahora en el pasaje lírico sobre los valles de su amada Montana –«es importante escribir sobre lo que realmente conoces. El paisaje y la gente están totalmente conectados», declaró con rotundidad– cuando el padre despide a sus tres hijos que se encaminan hacia Canadá con intención de participar en la Primera Guerra Mundial en 'Leyendas de otoño'. En términos generales, Harrison es un narrador muy visual, si bien me temo que de compleja traslación cinematográfica, frenético, directo, «sin música de violines», enemigo de las digresiones y de cuanto rompa el desarrollo, el tempo, que tan bien maneja, de las historias entrecruzadas en las que nos embarca: un atestado, sin paños calientes, de las vidas neuróticas del tiempo presente y una visión acerada –la «fría manera de ver el mundo» de la que habla Tristan– y mucho me temo, por desgracia, que certera, de nuestra triste condición humana.
Tenido por algunos como autor de culto y despreciado por otros debido a su narratividad supuestamente rasa, de cualquier forma no puede despacharse como un autor poco versado en la tradición literaria. Baste como prueba su inclinación hacia la española, sobre todo la poética. El personaje principal de 'Venganza', ya citado, recita al Lorca surrealista y su amante mejicana, su perdición, mujer de un multimillonario muy peligroso, le regala, con una posdata procedente de 'La casada infiel' del 'Romancero gitano': «La luz del entendimiento me hace ser muy comedida», libros de Antonio Machado –al que Harrison veneraba, al parecer en la cabaña en la que escribía, junto a fotos de Ajmátova o del chamán paiute, pacifista, Wovoka tenía una, que le envió Michael Ondaatje, del cuarto de la pensión de Colliure donde murió–, Jorge Guillén, Neruda, Paz, Nicanor Parra o 'La familia de Pascual Duarte' de Cela, con cuyo tremendismo guarda ciertas concomitancias su narrativa desaforada. Pero es que el personaje Nordstrom lee al controvertido noruego Knut Hamsun o, en los «abismos de la desesperación», el 'Breviario de la podredumbre' del filósofo rumano Emile Cioran. Y en 'Dalva' se citan o mencionan, entre otros, a Swedenborg, Rilke, Bachelard, Auden, Shelley, Dante, Jung, Dovstoievski, Keats, Coleridge, Melville, Gore Vidal, Santayana u Ortega y Gasset.
Por éste y otros motivos que hemos ido desgranando, creo que es hora de reivindicar contundentemente en España, puesto que en Francia, por caso, es una celebridad, como pedía Gonzalo Pernas en su recensión de 'Leyendas de otoño' en ABC Cultural, la figura de Harrison, sin duda uno de los narradores estadounidenses contemporáneos más sobresaliente. Creo que nadie más cualificado que Raymond Carver para fijar la importancia de su obra y rematar estas palabras en su memoria: «Es imposible hacer justicia a los infinitos matices de los personajes y la honesta complejidad de las tramas. La escritura es precisa, cuidadosa, y se despliega como un todo».
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