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París. Interior del Panteón, de cuya cúpula cuelta el péndulo de Foucault. AFP
Templos laicos

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Los panteones nacionales nacen en la Ilustración y compiten en grandeza para glorificar a personajes ilustres por sus méritos

lUISA iDoate

Viernes, 24 de mayo 2019, 07:21

Honran a quienes destacan por mérito, no por cuna. Los panteones nacionales surgen a mediados del siglo XVIII, impulsados por el neoclasicismo que mira a la Antigüedad y huye del excesivo Barroco. Son laicos. Reutilizan viejas iglesias, como los cristianos hicieron antes con los templos paganos. Toman el nombre de la casa que, en el monte Olimpo, cobija a los dioses de la mitología griega, a los hijos del rey Crono que se reparten el mundo: Zeus, dueño del cielo y la tierra; Poseidón, amo del mar; y Hades, señor de las sombras y los muertos. En su hogar se inspiran los que hoy salpican el mundo y compiten en tamaño, ostentación y belleza. Emulan al Vaticano, al monumento de Agripa. Pueden cumplir mil años o durar un suspiro. Algunos no pasan de ser planos ambiciosos e irrealizables. Otros cambian la cúpula por la llama y la tumba por el recuerdo. Pero todos representan el conocimiento y la razón defendidos por la Ilustración. Son reflejo del Siglo de las Luces.

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'A los grandes hombres, el reconocimiento de la patria'. Es el lema del Panteón de París. Cobija a Voltaire, Rousseau, Victor Hugo, Braille, Monet, Dumas… Setenta y cinco ilustres, y solo cinco mujeres: la científica Marie Curie, las opositoras a los nazis Germaine Tillion y Geneviève de Gaulle-Anthonioz, Sophie Berthelot –como esposa del científico Marcellin Berthelot– y Simone Veil, creadora de la ley del aborto en Francia. Lo impulsa un enfermo Luis XV. A cambio de sanar, promete en 1744 edificarlo sobre la ruinosa iglesia de Santa Genoveva. Lo diseña Jacques Germain Soufflot: 120 metros de largo, 84 de ancho y 83 de alto. Lo remata su discípulo Jean Baptiste Rondelet en 1790. Es iglesia durante el Imperio y con Napoleón III; necrópolis con Luis Felipe de Orleans; cuartel general de la Comuna de París; y desde 1885, templo laico. Desde 1995 pende bajo su cúpula una réplica del péndulo de Foucault: la bola de latón de 28 kilos que cuelga de un cable de acero de 67 metros y, en su balanceo, se desplaza poco a poco y demuestra la rotación de la Tierra. El físico que le da nombre realizó ahí el experimento original en 1851.

Arriba, Panteón de Hombres Ilustres de la iglesia de Atocha en Madrid. A la izquieda, Panteón de la Patria y la Libertad, diseñado por Oscar Niemeyer en Brasilia. Lisboa. Su panteón está construido sobre las ruinas de la iglesia de Santa Engracia. J. M. Mata / E. C. / Zumapress
Imagen principal - Arriba, Panteón de Hombres Ilustres de la iglesia de Atocha en Madrid. A la izquieda, Panteón de la Patria y la Libertad, diseñado por Oscar Niemeyer en Brasilia. Lisboa. Su panteón está construido sobre las ruinas de la iglesia de Santa Engracia.
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Ningún panteón supera en vistas y maldición al de Lisboa. Está en el barrio de la Alfama, frente al estuario del Tajo. Blanco, refulgente, imponente. En él descansan Vasco de Gama y Amalia Rodrigues. Lo comienzan en el siglo XVII sobre los restos de la iglesia de Santa Engracia, destruida en 1630. Culpan de ello al judío converso Simón Solis, que, cuentan, merodea por la zona por cortejar a una noble que le está vetada. No la delata y le cuesta la hoguera. Al morir amenaza: «Tan cierto como yo soy inocente que esta iglesia nunca se acabará». Casi acierta. Se finaliza 300 años después, pero se habilita como fábrica de calzado y depósito de armamento. En 1916 se destina a Panteón Nacional. Se reacondiciona entre 1956 y 1966, fecha en que se inaugura enterrando la maldición del enamorado Solís. Cuando algo se demora mucho, los portugueses aluden a las obras de Santa Engracia como nosotros a las de la Sagrada Familia.

Locura interminable

Un sueño hecho pesadilla. En eso queda el fallido Panteón Nacional de México. Pone la primera piedra el presidente Porfirio Díaz en 1903 en la huerta del Hospital de Dementes de San Hipólito, que, al levantar el Manicomio General, será derribado. Para darle espacio, roban terreno al cementerio de San Fernando y crean las calles de los Héroes y la de los Hombres Ilustres. Encargan la obra a Guillermo de Heredia. Idea una rotonda a lo grande, con 60 metros de radio y cuatro entradas. En el centro irá el cenotafio para ceremonias cívicas y debajo, la cripta para los héroes esenciales de la patria; las cenizas de los ilustres a secas van a los nichos de los pórticos perimetrales, parecidos a los de la Plaza de San Pedro de Roma. Sería un recinto «para celebrar ceremonias cívicas y conmemorar fechas patrias». Lo comenta Jesús Galindo y Villa en el libro que le dedica en 1908. «Levantar un templo (laico, se entiende), el templo de la gloria, a nuestros héroes; donde, al par de que en él reposen para siempre sus cenizas, pueda darse en todos tiempos culto público (y laico, se entiende) a quienes consagraron su aliento y su existencia al servicio eminente de la Patria». Lo escoltarían figuras de la justicia, la independencia, la paz, la perseverancia y la historia, que se hunden en el olvido como el megalómano proyecto.

No es menos rocambolesca la vida del Panteón de Santo Domingo. Se edifica a finales del XVIII sobre una iglesia jesuita dedicada a San Ignacio, que abre al culto en 1743 y en plenas obras. En 1767 Carlos III logra del papa Clemente XIV la supresión de la orden y expulsa a los jesuitas de su reino y sus colonias. El edificio se transforma en Real Almacén de Tabaco, acoge en 1792 el Seminario de San Fernando y es también la sede de la sociedad Los Amantes de las Letras. Funciona como teatro 'La Republicana' hasta 1918 y se reconvierte luego en Oficina de Hacienda. En 1958, bajo la dictadura del general Rafael Trujillo, se restaura y rebautiza como Panteón Nacional para héroes autóctonos civiles y militares. Franco regala a su colega dominicano la lámpara de cobre que pende de la cúpula. Bajo ella, en el centro de una polícroma rosa de los vientos, arde una llama perpetua. Tan permanente como la guardia engalanada de la entrada.

Polémico y fugaz. Así es el Panteón Nacional de Madrid. Se abre en la basílica de San Francisco el Grande en 1869. A todo trapo. Con un desfile de catafalcos fúnebres, el Ejército y la Guardia Civil con bandas de música, curas y políticos. Se depositan los restos de Garcilaso de la Vega, Francisco de Quevedo, Pedro Calderón de la Barca, Alonso de Ercilla, Ventura Rodríguez, Gonzalo Fernández de Córdoba… Están previstos Cervantes, Lope de Vega, Diego Velázquez, Tirso de Molina, Pelayo, El Cid y hasta Guzmán el Bueno. Pero no los encuentran o quienes los custodian no los ceden. Los conservadores rechazan el monumento por laico; los franciscanos reclaman su propiedad. El proyecto fracasa. El edificio se cierra y cada egregio migra a su lugar de origen. Intentando mantener su espíritu, entre 1892 y 1899 se crea el Panteón de Hombres Ilustres de la iglesia de Atocha de Madrid, de Fernando Arbós y Trementi. Guarda entre otros los monumentos funerarios de Canalejas, Sagasta, Dato, De los Ríos Rosas y Cánovas del Castillo.

Sin tumba alguna, Oscar Niemeyer diseña el Panteón de la Patria y de la Libertad de Brasilia. Abre sus puertas en 1986. Simboliza a una paloma. Glorifica a quienes despuntan en la lucha por Brasil. Lo promueve la ciudadanía cuando el primer presidente civil electo, Tancredo Neves, muere sin tomar posesión. Homenajea a «héroes y heroínas nacionales» cuyos nombres y biografías se inscriben en las páginas de metal del 'libro de acero'. La llama eterna de su torre inclinada alude a la libertad e independencia del país. El 'Panel de la inconfidencia mineira', de Joao Camara Filho, rememora el suplicio de Tiradentes, Joaquín José da Silva Xavier, dentista militar y minero que lidera la rebelión de Minas Gerais contra las tasas abusivas portuguesas a finales del siglo XVIII. Lo ajustician. Escriben el certificado de la ejecución con su propia sangre el 21 de abril de 1792. Como es habitual entonces, el gobernador Luís Antônio Furtado de Mendonça, vizconde de Barbacena, ordena descuartizar el cuerpo y pasear los trozos por las ciudades como advertencia. Lo cuenta Pedro Américo en el cuadro 'Tiradentes tras la ejecución'.

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