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michi huerta
Viernes, 10 de diciembre 2021, 19:53
Existe, al menos, un paraíso en la tierra, y se llama «cine musical». Incluso cuando se trata de un amor imposible y enfermo de tragedia, tal y como sucede en la nueva versión de 'West Side Story', rodada por Steven Spielberg y de inminente estreno, el fiel del género sabe que encontrará en el metraje algunos paréntesis salvíficos en los que experimentar algo así como una dicha plena. El musical es el cine de la utopía, de la fe cinéfila. Y ahí radica tanto su fuerza inmortal como la semilla de su incomprensión.
Porque, en efecto, no son pocos los amantes del séptimo arte que confiesan su alergia a los musicales. La suspensión de la racionalidad y el desarrollo de un juego tan ingenuo como ilusorio supera todas sus fuerzas. La vida es algo demasiado serio, terrible e injusto como para creer en violines que brotan de la nada y que impulsan los movimientos de un sujeto que se abraza a las farolas con sonrisa bobalicona porque está enamorado. Justo el tipo de cosas que los feligreses anhelamos que ocurran.
¿Pero qué es, exactamente, el cine musical? «Ni actúa, ni canta, ni baila… una triple calamidad», sostiene un personaje de 'Cantando bajo la lluvia' (1952) sobre Lina Lamont, la estrella de la era muda que debe protagonizar, en la ficción dentro de la ficción dirigida por Stanley Donen y Gene Kelly, una película musical. Y es que la música y la danza y/o las canciones –existen largometrajes exclusivamente cantados, como 'Los paraguas de Cherburgo' (Jacques Demy, 1964) o 'Los miserables' (Tom Hooper, 2012)– son los motores del relato. Es más, la palabra dicha suele quedarse muy corta para los protagonistas, que necesitan una vía melódicamente alternativa para expresar lo que sienten o actuar conforme a sus motivaciones.
Ilusión y música, bien. Suena simple. Y hasta puro. Sin embargo, hay claves bastante más mundanas que ayudan a entender la relevancia del musical cinematográfico en los últimos cien años de cultura popular. Para empezar, si Fred Astaire podía declararse a Ginger Rogers cantándole al oído aquello de «cielo, estoy en el cielo» en 'Sombrero de copa' (Mark Sandrich, 1935) es porque la RKO disponía de los recursos y la organización precisa para reconstruir, a modo de paraíso artificial, una plaza de Venecia en un plató californiano.
La industria, o sea. El sistema, concretamente el de los grandes estudios de Hollywood, dio lo mejor de sí mismo en unas producciones que exigían como pocas la compenetración perfecta de los muchos departamentos implicados. Quizás por ello sea el musical uno de los niños mimados de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, pues desde finales de los años 20 –'La melodía de Broadway' (Harry Beaumont, 1929)– hasta entrado el siglo XXI –'Chicago (Rob Marshall, 2002)– ha concedido diez premios Óscar a la mejor película a obras del género. Un reconocimiento institucional con el que, por ejemplo, la comedia no podría ni soñar.
Al idilio del capital con el reino de la utopía conviene añadirle otros factores. Si el teórico francés André Bazin calificó al western como «el género americano por excelencia», esa etiqueta también se le ajusta como un guante al musical. Una nación tan huérfana de historia por su rabiosa juventud encontró en el cine el medio idóneo para fijar una serie de mitos que cohesionaran a la comunidad dotándola de unas raíces comunes. Así, el «modo de vida estadounidense» y el «gran sueño americano» tuvieron en el reflejo de los colonizadores del viejo Oeste y en los artistas emprendedores de los musicales dos manifestaciones muy genuinas.
Uno de los rasgos más propios de la identidad estadounidense consiste, precisamente, en su grandilocuente sentido del espectáculo. Por ello, resulta lógico que cuando el cine aprendiera a hablar –finales de los años veinte– Hollywood se lanzara a la explotación del talento que hasta entonces se había cultivado en las tablas de locales de diversa estirpe. Y esa es una de las razones por las que la historia del musical cinematográfico está ligada mediante vasos comunicantes a la de Broadway, el gran distrito de los teatros neoyorquinos.
'Melodías de Broadway' (1929). Dirección: Harry Beaumont.
'El gran Ziegfeld' (1936). Dirección: Robert Z. Leonard.
'Siguiendo mi camino' (1944). Dirección: Leo McCarey.
'Un americano en París' (1951). Dirección:Vincent Minelli.
'Gigi' (1958). Dirección:Vincent Minelli.
'West side story' (1961). Dirección: Robert Wise y Jerome Robbins.
'My fair lady' (1964). Dirección:George Cukor.
'Sonrisas y lágrimas' (1965). Dirección:Robert Wise.
'Oliver' (1968). Dirección:Carol Reed.
'Chicago' (2002). Dirección:Rob Marshall.
Sin embargo, el gran mérito de la infinidad de coreógrafos, directores y libretistas que trabajaron para los estudios consistió en la pasmosa asimilación de las especificidades del lenguaje fílmico, bien distintas a las teatrales. Así, recién inaugurada la década de los treinta, Busby Berkeley aplicó técnicas de composición y montaje de una retórica sublime en los números musicales de 'La calle 42' (Lloyd Bacon, 1933). Y la pareja formada por Fred Astaire y Ginger Rogers no paraba de bailar por los platós de la RKO acompañada por una cámara que, con sutil ligereza, integraba al espectador, haciéndole partícipe de la danza.
De ese modo, la felicidad cinematográfica de los musicales se instaló para siempre en el imaginario colectivo. Pasaron los años y las obras maestras se sucedieron, especialmente durante el reinado de la Metro Goldwyn Mayer y del productor Arthur Freed, que lideró la mítica «unidad de producción» que levantó catedrales como 'Un día en Nueva York' (Stanley Donen y Gene Kelly, 1949), 'Un americano en París' (Vincente Minnelli, 1951) o 'Cantando bajo la lluvia'. Y es que, por seguir con el símil, aquella MGM de los cincuenta es la tierra santa del género.
Los años dorados del clasicismo derrocharon optimismo y alegría de vivir, emociones que aderezaban los dos grandes temas cultivados por los relatos musicales: las entretelas del 'backstage' –o las peripecias propias del montaje de algún espectáculo– y el cortejo romántico, ambos sintetizados en ese portento crepuscular que fue 'Melodías de Broadway 1955' (Vincente Minnelli, 1953). Los tiempos, sin embargo, cambiaron de forma radical cuando el sistema de estudios se vino abajo y la modernidad irrumpió con un talante revolucionario que parecía poner fin a tanto bienestar.
Si el musical había sido tradicionalmente cómico, el éxito arrollador de 'West side story' (Jerome Robbins y Robert Wise, 1961) demostró que hasta el drama callejero y el conflicto racial pasaban a ser admisibles en un proyecto de altos vuelos. La ingenuidad perdida –por el cine y por la sociedad estadounidense– abrió las puertas a formas e inquietudes inéditas y a mundos tan opresivos como el Berlín de los años treinta, donde transcurría 'Cabaret' (Bob Fosse, 1972). Y de ahí al experimental y vigoroso ritual mortuorio que el propio Fosse celebró en su magistral 'Empieza el espectáculo' (1979) apenas restaban unos años.
Al proceso de mutación posclásica se contribuyó también desde la vieja Europa, donde Jacques Demy dotaba de un tono lánguido y embriagador a 'Los paraguas de Cherburgo' (1964), una pieza en la que, más que cantar, los intérpretes musitaban. Las fronteras genéricas, en suma, se ensancharon gracias a fórmulas más heterogéneas que las cultivadas por los viejos estudios hollywoodienses.
Sin embargo, y en ausencia de aquella maquinaria que producía obras maestras en cadena, la discontinuidad se hizo palpable durante los años ochenta, que depararon filmes tan desiguales como 'Fama' (Alan Parker, 1980), 'Flashdance' (Adrian Lyne, 1983) o 'Dirty Dancing' (Emile Ardolino, 1987). El musical parecía haber entrado en vía muerta y daba la impresión de que los muchos prejuicios intelectuales que se cernían sobre él habían triunfado. Y entonces llegó Allen –siempre Woody– y añadió su prestigiosa firma a 'Todos dicen I love you' (1996), una pequeña y deliciosa película llena de estrellas que cantaban y bailaban regular tirando a mal.
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Detrás de Allen vino Lars von Trier, y la Palma de oro a 'Bailar en la oscuridad' (2000) devolvió la reputación autoral al género. Una estrella del pop como Björk –también su personaje, Selma– sufría lo indecible en una historia terrible que abría los paréntesis utópicos, coloristas y simétricos de los números musicales. Von Trier sabía lo que hacía, como también lo supo Damien Chazelle cuando arrancó su 'La ciudad de las estrellas' (La La Land) (2016) con un atasco en Los Ángeles convertido en apoteósico jolgorio de luz, ritmo y color.
Porque da igual la desagradable situación que nos atormente: siempre tendremos a mano el paraíso terrenal del cine musical.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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