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Hace unos días me encontré en un bar, donde solemos trasegar las penas los guionistas, a un colega que miraba taciturno el fondo de su vaso vacío de cerveza. Le di una palmada en el hombro, me aposté a su lado en la barra y ... pedí otra ronda. Me atreví, en silencio, a imaginar el origen de su desolación: un contrato leonino con la productora en la que trabaja, el descubrimiento de que un texto prometedor se había revelado inane, la pelea constante por desbrozar un diálogo imposible. Cualquiera de ellas me parecía merecedora de su desasosiego, pero la razón que me dio me dejó consternado: «vengo de una reunión con una plataforma. Me han dicho que tenemos que captar la atención en dos segundos».
Eso es, queridos lectores, el tiempo que algún directivo de traje impoluto, o quizás un algoritmo de inmaculados bits, ha determinado que necesitamos los espectadores (ahora llamados consumidores) para decidirnos por esta o aquella película o este o aquella serie entre todas las que se abalanzan sobre nosotros cuando, cautivos y desarmados, cada noche nos sentamos frente al televisor (ahora llamado dispositivo).
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Si esto no es una catástrofe se parece bastante porque para los creadores, esas personas que, como mi amigo, pululan por los bares buscando ideas en el fondo de los vasos o las conversaciones ajenas, se han de olvidar de pensar en lo que necesita ser contado para centrarse en lo que genere el click convirtiendo así una decisión meditada en pura compra impulsiva. O, dicho de otro modo, el arte en mercado.
Y qué otro contenido puede atraparnos en dos segundos que lo pop. Eso que puede engancharnos a primera vista, que nos atrae, como dicta el canon publicitario, por apelar a nuestro instinto por encima de la razón. Y hacia ese lugar, hacia esa dictadura de lo superfluo se desplaza el contenido audiovisual y, en particular, el género documental del que hablamos en este humilde rincón.
Así, las plataformas y, a su albur, los espectadores reparan en películas y series documentales que desdeñan la categoría en favor de la anécdota con lo trivial como inestable cimiento de la historia. En ese marco se han celebrado 'El estafador de Tinder' (Netflix) 'La granja de Clarkson' (Amazon Prime) o 'Pepsi, ¿dónde está mi avión?' (Netflix), películas y series documentales que explotan el humor como parte del juego y ponen el foco en lo más pop que se puede concebir: entretener.
Siendo lícita su existencia y, en muchos casos, disfrutable su visionado, cabe la duda de si este tipo de historias pueden ensombrecer proyectos de mayor fuste y aspiración, que corren el riesgo de ser desdeñados si, como en las grandes novelas, uno no se desprende de lo que tiene alrededor para adentrarse en ellos sin ambages. Pienso en 'Moonage Daydream', el espléndido documental a partir de material de archivo sobre David Bowie o en 'Fire of Love', la increíble historia de amor de un matrimonio durante décadas en las faldas de los volcanes. Películas ambas estrenadas sin apenas repercusión en los cines de nuestro país y que hoy luchan sin demasiado éxito por su espacio, sus dos segundos de fama pop, en las plataformas.
Aquí un consejo navideño: denles una oportunidad antes de dar a 'stop'.
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